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Los sueños que la avalancha no sepultó

Con angustia y el dolor que aún no sana, algunos damnificados han descubierto quehaceres y vocaciones. Otros desempolvaron sus talentos. Mientras siguen esperando acciones del Gobierno, intentan levantarse de los escombros.

(Juan Pablo Pino)

 

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En el San Miguel, uno de los barrios que hoy existen por pedazos en la Mocoa que dejó la avalancha, Rosa María Erazo dedica sus días a tejer sombreros y bolsos en el andén de su casa semidestruida. Ahí afuera la acompañan dos hijas, su mamá y otras personas, entre mujeres y hombres, que dos veces a la semana van a tomar clase con ella para aprender a entrelazar hilos de palma de iraca.

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El arte lo aprendió en Sandoná, Nariño, donde nació hace 61 años. Vivió en La Dorada, sur del Putumayo, pero con su familia fue desplazada por la guerrilla y entonces se mudó a Mocoa en el 2000. 17 años más tarde, de su casa de dos pisos en el barrio San Miguel intentó desplazarla una avalancha que le tumbó algunas paredes y acabó con dos negocios de sus hijos.

Tratando de reponerse de las pérdidas materiales fue que Rosa volvió a agarrar los hilos de iraca que no tocaba desde hacía más de 30 años. Cuando el agua y el lodo le destruyeron un pedazo de la casa, no tuvo más opción que vivir con unos familiares. Pero su mamá, de 100 años, no se amañaba en ninguna parte que no fuera el San Miguel. Regresaron.

Y allí, tejiendo a la vista de todos, nació lo que ahora es su proyecto de emprendimiento: la Tienda de artesanías Rosita, que además de tienda es un taller en el que, gratis, los interesados pueden aprender a tejer con iraca. “Empezó a llegar gente que nos veía tejiendo y se antojaba. Una vecina consiguió un dinero con el que compramos materiales. Queremos mandar la mercancía al exterior”, cuenta Marycruz, hija de doña Rosa.

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Las clases, según se ve, han tenido un efecto terapéutico en los 25 estudiantes que se reúnen dos veces por semana. Algunos de ellos no se atrevían ni siquiera a pasar por esas cuadras por el miedo de enfrentarse con los recuerdos de la avalancha. Hoy, así como las artesanías, sus ilusiones parecen ir tomando forma.

Como el San Miguel no tiene energía, el taller empieza bien temprano en la tarde. “Ya hemos salido hasta en la televisión”, cuenta Marycruz con alegría. En una hornilla que acomodaron sobre el asfalto porque la avalancha destruyó la cocina, doña Rosa y sus hijas a veces preparan café para acompañar el pan que algún estudiante lleva.

A un par de cuadras de la tienda de artesanías, Segundo Fajardo se las ingenia para conseguir unos pesos. Tiene 70 años y quedó ciego hace 40. En la puerta de su casa, que va a ser demolida por estar en zona de alto riesgo, hay un letrero en cartulina con el que ofrece ‘aceite de raya’. Ese ha sido su negocio tradicional, pero ante la necesidad de rebuscarse la vida ahora hace collares que, dice, a veces le compran: “otras personas me traen alimentos o me regalan dinero”.

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Muy pronto, Segundo y su esposa Nelly podrán mudarse a una de las viviendas que va a entregar el Estado, pues salieron favorecidos entre los primeros 100 beneficiarios. La misma suerte la tuvo Rosa.

La noche del 31 de marzo del 2017, cuando por efecto de un fuerte aguacero se desbordaron tres ríos y dos quebradas, Segundo y Nelly fueron algunas de las personas que Marycruz alojó en su balcón. Desde ahí vieron cómo el agua, el lodo y los troncos de los árboles desprendidos de raíz destruían el barrio.

“Regresé con ganas de ayudar”

Mauricio Achinte, un caleño que en el momento de la avalancha trabajaba como voluntario de la Defensa Civil en Mocoa, tuvo que salir del país unos meses a final del año pasado para superar la ruptura más grande que le dejó la tragedia: el divorcio. Estuvo 26 días con la que era su esposa y con un amplio grupo de rescatistas desenterrando cadáveres hasta que no pudo más.

Sin casa, pues la que tenía también quedó destruida en el San Miguel, la relación con su pareja se fue quebrando. Un periodo en Europa le sirvió para reponerse y regresó a Mocoa con ganas de ayudar: “Quiero apoyar a la gente para que se fortalezca emocionalmente”.

Vinculado todavía a la Defensa Civil, Mauricio hace parte de otra organización que trabaja con desplazados por la violencia y por desastres naturales como el de Mocoa. “Regresé con ganas de ayudar. No podemos quedarnos lamentando”, cuenta.

En Mocoa, las calles por las que pasó la avalancha siguen siendo el lugar de las rocas y los troncos que las destruyeron. De la tierra seca que antes fue lodo sale el polvo que respiran las familias que han regresado a vivir ahí. Ya no llegan mercados gigantes de héroes anónimos o con nombres que quieren salir en la televisión. Ya no llega ropa, ya no llega dinero, ya no llega nada. La tragedia le interesó al país por unos días y ahora solo les interesa a los mocoanos que siguen esperando respuestas del Gobierno.

Y ahí, en medio del desastre, en medio de las calles que podrían servir de locación para una película de terror, en medio de la gente que quiere llegar rápido a la casa cada vez que llueve por miedo de otra catástrofe, en medio de niños y adolescentes que han intentado suicidarse, en medio de familias para las que si antes comer era una suerte ahora es un milagro, en medio de todo eso quedan personas que se levantan cada día creyendo que la vida puede mejorar. Esas ilusiones son lo único que la avalancha no se llevó.

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