En las aldeas de las montañas de Nariño, un departamento colombiano fronterizo con Ecuador, los campesinos se enfrentan diariamente a un dilema: plantar coca o recorrer cuatro horas de carretera incierta para poder vender sus productos en los mercados locales.
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Omaira lo sabe bien; ella, campesina nariñense y madre de dos hijos, superviviente nata, cuenta a Efe que ese precio son los 2.000 pesos (unos 70 centavos de dólar) que le cuesta hacer llegar un racimo de sus bananos a Pasto, la capital del departamento, donde se venden solo a 3.000 pesos (un dólar).
«Uno no lo hace, pero entiende a quien sí planta coca», reflexiona la campesina, quien sabe que podría ganar mucho más dinero si tuviera un cultivo ilícito ya que las bandas criminales llegan hasta la puerta de sus casas para comprarles la hoja de coca.
Su familia vivía en una casa en la remota vereda (aldea) de Pangús que se estaba cayendo a pedazos debido a los embates del clima de la región, en una zona declarada de alto riesgo y donde las fuertes lluvias, los derrumbes y deslizamientos son habituales.
Esta semana se trasladó, junto con su marido e hijos, a una vivienda de nueva construcción edificada por la Caja de Compensación Familiar Comfenalco Valle Delagente, que levantó 37 casas fuera de zonas de riesgo para la comunidad de Omaira con dinero del Fondo de Adaptación del Gobierno.
La campesina reconoce que este cambio le quita un problema de la cabeza, «pero solo uno», pues vive en una zona donde los coletazos del conflicto armado colombiano se sienten con fuerza.
El departamento de Nariño es el que más hectáreas de plantaciones de coca concentra en todo el país, cosa que lo convierte en escenario de enfrentamientos entre los grupos armados que aún vive Colombia.
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El historiador de la zona Jorge Martínez cuenta a Efe que «los cultivos de coca comenzaron con la llegada de los paramilitares, entre mediados y finales de la década de los años 90».
Martínez vive en Los Andes Sotomayor, la cabecera municipal de Pangús, a tres horas de Pasto, que agrupa a veredas como la de Omaira, separadas del núcleo urbano por kilómetros de vías a veces intransitables.
«Esta región se convirtió en un corredor para la coca» y con los cultivos llegó la violencia, explica el historiador.
«Se encontraba en los ríos gente muerta (…) Se metían con la gente que pensaban que estaba vinculada con el narcotráfico, pero de una u otra manera, todos estábamos involucrados», sostiene.
Para Martínez, esos años fueron los de más tensión, cuando los enfrentamientos entre la guerrilla FARC, que ya ocupaba la región desde los años 80, y los paramilitares mancharon la belleza de las montañas nariñenses.
El acuerdo de paz, firmado en noviembre del 2016, trajo más tranquilidad a la zona, pero el historiador asegura que la coca «está volviendo».
Omaira está de acuerdo, y lo confirman los brotes verdes de coca que el viajero puede divisar entre plantaciones de papaya en las márgenes mismas de las carreteras.
«La verdad es esta: si se acaba la mafia, el campesino sale perdiendo», sentencia con pesar la mujer. Luego puntualiza: «Si se acaba la mafia y el Gobierno no invierte, claro».
Omaira ha visto muchas buenas voluntades de compañeros campesinos perderse en las cuatro horas de carretera de puro polvo, serpenteante e insegura, por donde tienen que transitar obligatoriamente si quieren vender productos que no sean coca.
«La paz puede hacerse siempre que no se abandone a las comunidades más lejanas (…) A uno le da tristeza porque escucha que el Gobierno dice que hay que invertirle al campo, pero al campo solo llegan las migajas», agrega.
Y las «migajas» no alcanzan para sacar a las comunidades como la de Omaira de la pobreza o mejorar las infraestructuras de comunicación para que puedan vender sus productos.
Su augurio es triste: «Hoy por hoy, la mafia no se va a acabar. Y mientras no se acabe, obligatoriamente el campesino va a tener que sembrar coca».