Eran casi las 10:00 a.m. El fotógrafo que me acompañó en esta travesía y yo estábamos en una casa de palafito a orillas de un afluente que desemboca en el río San Juan, en el departamento de Chocó. Las tablas desgastadas que servían de pared solo tapaban el frente de la vivienda y una parte de los costados. El fondo estaba descubierto y lo único que separaba a la casa de la selva era el metro y medio de altura de las vigas que la sostenían.
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Aunque al inicio del día se habían asomado rayos de sol, con el paso de las horas, el cielo se fue nublando y las gotas empezaron a caer. Los dos hombres y la mujer que viven en ese pequeño lugar hablaban esporádicamente entre ellos, mientras oían en un radio de pilas cómo avanzaba el paro indígena.
El sonido de la lluvia comenzó a mezclarse con el de varios helicópteros. El ruido se intensificaba a medida que las aeronaves de las autoridades se acercaban. Nos miramos de inmediato, intercambiando pensamientos sin pronunciar una sola palabra. Escuchar helicópteros en la ciudad es normal, pero en un territorio que está en medio del conflicto, es sinónimo de enfrentamientos, de violencia.
Sin embargo, nuestra cara de terror en nada se asemejaba a la de los campesinos. “Esa es la Policía. Vienen a erradicar coca por aquí cerca”, nos explicaron. Según los habitantes del Medio San Juan, en la región hay miles de hectáreas de cultivos de coca que están siendo erradicadas poco a poco por la Policía. De hecho, ellos cultivaban esta hoja porque era el único medio de sustento que tenían, pero debido a la violencia tuvieron que dedicarse a la siembra de arroz para el consumo propio, porque no resulta rentable producir para venderle a las grandes compañías.
Las aeronaves militares pasaron por encima de la casa de palafito y el sonido se detuvo muy adentro de la selva. Dos horas después abandonaron el lugar. No hubo ráfagas de disparos desde la tierra ni bombas lanzadas desde el cielo. El cese al fuego fue respetado por ambas partes.
En otra época, el paso de helicópteros de las Fuerzas Militares sobre campamentos del Eln o el desembarco de unidades del Ejército y la Policía en fincas con cultivos de coca hubieran causado enfrentamientos en los que, inevitablemente, la población civil hubiera quedado atrapada. Hoy, la situación es distinta.
Después del mediodía empezaron a aparecer en el río lanchas rápidas en las que se movilizaban los miembros del frente Occidental del Eln, los mismos a los que les estábamos siguiendo el rastro. Tras esperar durante 24 horas en la vivienda de esos tres campesinos, una lancha con varios guerrilleros nos recogió. Ahí emprendimos un viaje a un punto del río San Juan, donde pasamos varios días junto a los insurgentes y la comunidad para entender el cáncer que consume al departamento y que aumenta la desconfianza de la gente hacia el Estado.
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El Programa Nacional Integral para la Sustitución de Cultivos de Uso Ilícitos (Pnis) fue creado este año mediante un decreto de la Presidencia para solucionar el problema de las drogas ilícitas, así como quedó pactado en el cuarto punto del acuerdo de paz con las Farc. Según el papel, al finalizar este año esperan haber sustituido 50.000 hectáreas de cultivos ilícitos y erradicado otras 50.000. Pero el programa de sustitución no incluyó al Chocó.
De los 32 departamentos que conforman Colombia, la sustitución se hará en los 12 departamentos donde hay más cultivos de coca: Putumayo, Norte de Santander, Guaviare, Antioquia, sur de Córdoba, Nariño, Caquetá, Meta, Vichada, Valle del Cauca, Cauca y Arauca. Nuevamente, el Chocó quedó a un lado.
Eso siente la gente que vive en ese punto del Pacífico colombiano y que no entiende por qué, siendo el Chocó uno de los departamentos que históricamente ha tenido los índices más altos de pobreza, el Gobierno no les da la oportunidad de hacer parte del programa de sustitución, con el que cada familia recibirá un total de 36 millones de pesos a lo largo de dos años.
Al llegar a la población a la que nos llevó el Eln, vemos a un grupo de hombres afros apilando arroz y luego de caminar varios metros nos encontramos con otros dos que extraen el jugo de la caña de azúcar en una máquina que flota en el río. Cruzamos el saludo con varios habitantes y después de un tiempo empezamos a conversar con uno de ellos sobre la seguridad y los cultivos de coca.
“La semilla de la coca la trajeron hace muchos años los paramilitares. Se la entregaban al campesino para que la sembrara con el compromiso de vendérsela únicamente a ellos”, contó. “Luego, empezaron a ponerle normas a las comunidades. En eso aparecieron las Farc y después el Eln”, explicaba este hombre de 72 años. “Ahí comenzó el choque, porque las Farc empezaron a sembrar y a comprar. Las Farc pagaban la coca un poco más cara y por eso la gente prefería vendérsela a ellos. Así comenzó la muerte”, dijo mientras se agarraba las manos y agachaba su cara.
Después de décadas de conflicto armado, las Farc abandonaron el territorio gracias a la firma del acuerdo y el Eln tomó control de esas zonas en el Chocó. Pero para este campesino, la paz no sirvió de mucho, porque la violencia “dañó la vida que tenía”.
“Uno finalmente se acostumbra. Muchos se han ido, pero uno se queda aquí y tiene que vivir con eso”, nos dijo refiriéndose a los constantes enfrentamientos entre los militares y guerrilleros, cuya causa es, entre otras cosas, por la erradicación de cultivos que, así como lo dijo ‘Uriel’, el comandante del frente Occidental del Eln, “la gente no siembra hoja de coca porque sí. La gente siembra hoja de coca porque es la única alternativa que tiene”.
Entonces, entre los relatos de decenas de enfrentamientos que ha soportado este viejo campesino continuó diciendo: “El problema de la siembra de coca es que el Gobierno ha estado con el tema de la sustitución, prometiendo platica, pero aquí solo han fumigado”.
Y así, mientras hablábamos sobre cómo el Estado ignoraba al Chocó una vez más, sobre cómo este hombre tenía que replantear su vida cuando ya había vivido más de la mitad, se volvió a escuchar el sonido de helicópteros. “¡Ahí vienen!”, gritó un guerrillero para poner en alerta a los demás. Pero todos se quedaron quietos, mirando cómo las aeronaves pasaban muy cerca de los techos. Temblamos, sudamos, esperamos que alguien corriera para ir detrás de ellos. Pero solo escuchamos a un guerrillero decir: “Qué impotencia la que se siente”. Tal vez la misma que sienten los campesinos de la zona.