Se lo debo todo. Digo, le debo que mi vida no sea desordenada como en otros tiempos y que me haya alejado de las tentaciones de la noche, de los vasos largos de whisky o de las copas tipo flauta en las que cae el champán espumoso. Le debo también el no estar deambulando por las calles en la madrugada buscando un puesto en aquellos buses ejecutivos de luces apagadas y llenos de pasajeros con cara de ser culpables de algo. De algo malo, cómo no.
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También le debo no estar sentado en una silla rimax con su mesa compañera, tratando de buscar entre cunchos dónde está la undécima cerveza que me destaparon y que se pierde entre todos los botellones color ámbar. Le debo el quitarme las ganas de buscar lo que no se me ha perdido en aquellos sitios donde las mujeres bailan en vestido de baño aunque no haya una piscina cerca. Esos mismos sitios maravillosos en los que a uno le coquetean las mujeres, todas bonitas, y que toman el trago que uno ha comprado con sed y fruición, como si no hubiera un mañana.
Por fortuna existe, y lo digo en serio: no me veo montado en un Fiat 147 de llantas traseras gordas con cinco borrachos compitiendo en una tanda de piques nocturnos ilegales. O en medio de una fiesta con alguien tocando guitarra mientras que los demás comemos maíz pira viejo esperando a que se calle. El juego del viernes blinda todo el mal que puede rodearnos.
Es simple: a las 7:45 de cada viernes me siento a ver fútbol colombiano. Es una hora muerta porque está muy temprano para irse de fiesta y porque el partido termina a una hora mucho más cercana para ir a buscar la calle. No hay nada más que hacer en ese lapso, por eso me cae bien ver cuando en la parrilla de programación adjudican un juego, bien sea en Techo, en el Polideportivo Sur o en el General Santander. Porque sé que gracias a ese mandato no saldré de mi casa hasta el sábado en la mañana.
Un ejemplo muy cercano fue el pasado Equidad-Tuluá. Fue recostarse vestido, sobre la cama y empezar a observar lo que iban a hacer ambos equipos. A los 30 del primer tiempo el frío en los pies aún envueltos por las medias pide con urgencia una cobija. Entonces se destiende la cama y se meten las piernas, solo para calentarlas. A los cinco del segundo tiempo el calor de las sábanas y el paupérrimo nivel de los dos clubes en la cancha hace que perdamos el conocimiento sin darnos cuenta. Y cuando nos damos cuenta de que hemos salido de este estado de coma, ya el reloj marca las dos de la mañana, hora en la que ya está muy tarde para ir a buscar compañeros de juerga.
Dios bendiga el viernes de fútbol a las 7:45 p.m. Nos ayuda a no cometer imbecilidades.