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El gegar colombiano

Los más jóvenes ni sabrán de don Germán García y García, fundador-propietario de Gegar Televisión –acrónimo resultante de fusionar las sílabas iniciales de su apellido y nombre–, la que fuera programadora de Animalandia, Cabeza y cola, Cita con los clásicos y su ciclo derivado Clásicos del terror, simbolizada por un ave estrigiforme cuyos ojos despedían rayos. También de Gegar Kennels, criadero de perros.

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Personaje fascinante, alguna vez miembro de la selección colombiana de baloncesto –cuando lo apodaban ‘la Bruja’ García–, mentor de caballos corredores de Hipoandes y Techo, seguidor de Millonarios, subcampeón nacional de tenis de mesa, animalista consagrado y orgulloso dueño de una colección de 6000 búhos ornamentales.

En 1975 este empresario televisivo –visionario y consciente de ecologías e iconografías– soñó con regalarle al país su propia raza de canes. Si Alemania tenía su pastor, Francia su poodle, Siberia su lobo, Argentina su dogo y Brasil su fila, ya era tiempo de ganarnos un lugar en el mapa perruno internacional. Hacer eugenesia cuesta. Don Germán recorrió la costa Atlántica para investigar las características del clásico ‘criollo’ o gozque. Ese guerrero omnívoro, trepador de montañas, resistente a cuanto le venga en suerte y perseguidor furibundo de automóviles y bicicletas.

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En su expedición seleccionó once especímenes. Primero los mezcló entre sí. Sus descendientes tenían orejas gachas, característica que procuraron modificar mediante cruces con Basenjis africanos, cuya peculiaridad consiste en no ladrar. Pero don Germán quería oírlos vociferando, por lo que decidió combinarlos con representantes del llamado ‘Canaan dog’, gracias a cuyos insumos genéticos sus descendientes se hicieron poco sociables. Así las cosas, siguió intentándolo, ya exitosamente, con otros más de cosecha autóctona. La historia –plagada de ensayos y errores– derivó en el llamado ‘gegar colombiano’, fruto de décadas enteras de esfuerzo.

La iniciativa parecía ir en avanzada y no había más escalón por delante que el reconocimiento oficial al gegar de parte del Club Canino Colombiano. Desconozco la razón, pero el asunto no les resultó muy placentero y fue así como semejante proyecto –igual que tantos otros– se quedó atascado en una maraña muy nuestra de burocracias y obstáculos. Y aunque en 1988 fue anunciado el venturoso advenimiento de este nuevo símbolo patrio “excelente guardián, cazador, comedor de cualquier cosa y aguantador como pocos”, dos décadas después las perspectivas eran desalentadoras.

Poco antes de fallecer, en 2006, tras haber sido diagnosticado con dolencia terminal, don Germán pidió a Mónica –hija suya y heredera de su apostolado– velar por el destino del gegar. La imposibilidad de acceder a aquellos que quedaron y el nulo entusiasmo local dieron al traste con tamaña empresa, ya salida de sus alcances. Según cálculos, hoy sobreviven 15 diseminados a lo largo del territorio patrio, demasiado emparentados entre sí como para siquiera considerar la posibilidad de uniones saludables. Su extinción es –por tanto– tan dolorosa como inminente.

No soy hombre de razas y bien prefiero la “generación espontánea”. Pero pienso en los pobres gegares –víctimas de ineptitudes, tramitomanías y envidias, deportes nacionales aún más populares que la inofensiva ‘dog-adicción’, de la que padezco– y quisiera suplicarles perdón. No fue su culpa haber germinado en Chambonia… tierra de puentes caídos, carruseles, ‘chuzadas’, estudios insuficientes, inviabilidades e inconstancias. ¡Toda una lástima!

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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