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Al viejo Chapinero

Tiene nuestro viejo Chapinero la dignidad incorruptible de aquello que —aunque desfigurado— se resiste a desplomarse.

Lo sobrevuela el espíritu de Antón Hero Cepeda, aquel chapetón que hará 400 años instaló su fábrica de chapines, famoso calzado con suela de madera y correa, justo donde hoy opera una estación de gasolina Esso y un Tiger Market. Carrera Séptima n.º 59-47.

Lo vigilan las almas de José María Carbonell y Primo Groot, quienes en 1812 donaron los terrenos para fundar el caserío, la iglesia y su plaza —el parque Sucre— frente a lo que fuera el taller de don Antón.

Lo protege Nuestra Señora de Lourdes, patrona del templo que reemplazó a uno más modesto, ubicado en la 60. Desde algún cuadrante insondable de la eternidad, Ignacio Lombana (a quien su construcción fue encomendada en 1875) sonríe al ver cómo lo restauran.

Rechinan en Chapinero los rieles del tranvía, que ese año unieron a tan lejanos lodazales con la capital. Con él vino el progreso. El almacén de Demetrio Padilla. La peluquería de monsieur Collás. Las droguerías Ultramar, Electra y Nueva York. El café Mignon. El restaurante Las Margaritas (fundado en 1902). Los emboladores y fotógrafos ‘de agua’. Las obleas de Petronita. Los teatros Aladino, La Comedia, el Royal y el Astor Plaza.

Queda en Chapinero el recuerdo de casonas hechas polvo. La quinta Camacho, en donde falleció ‘Cacheta’, primer torero célebre que manchó la sabana con sangre bovina. Villa Sofía —a la que el general Reyes se dirigía cuando intentaron matarlo—.

Tiene Chapinero poetas propios: Daniel Ortega Ricaurte, Gonzalo Mallarino Flórez, Tomás Rueda Vargas. También mariachis, serenateros y cómicos, como Adán Robayo —el Chaplin bogotano—, saxofonista y vendedor de réplicas en marioneta de sí mismo.

Hay fantasmas en Chapinero. El de Campo Elías y sus víctimas. El de Juan Máximo Gris, quien con poderes mágicos hacía llover piedras. El de la loca Valentina, peregrinando por la 13. El del Hombre Almanaque, santoral humano. El del enigmático Cactus Gaitán, de Troller y Arias. El de Paulina Uribe y el de Federico —su cerdito-mascota—. Los de los fieles descubiertos hace tres años por el padre Castro en una fotografía tomada dentro de la iglesia vacía.

Entrado el siglo XX llegaron nuevos vecinos. El Tout Va Bien, en la 72, con su aviso de Kol-Cana. El supermercado Súper Rayo, que luego fuera Carulla, en la 63. La San Fermín y los anticuarios de la Novena. El parque hippie y los negocios aledaños: La Bomba, Las Madres del Revólver, El Escarabajo Dorado, Discos Zodíaco, Tanatos Afiches y la Flippers Discoteque. O los más recientes y también extintos TVG, Transilvania y Flor-Histeria. Incluso los sórdidos billares de la 58 y su vikingo sodomita. Y Blockbuster, último gran damnificado del sector.

Trato en estas líneas de abarcar a nuestro Chapinero sin incurrir en injusticias. Aprisionar a los ‘orejones’ de ayer, a los ‘cocacolos’ engominados y a los ‘chapiyorkers’ y militantes LGBT de hoy en una columna. Intento hacer justicia y acometer la empresa imposible de narrarlo en pocos párrafos.

Pero las palabras —ya está visto— son poca cosa para describir lo que parece eterno.

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