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El juego

Ya el cronómetro se acercaba a los 40 minutos en Bogotá aunque, por el bodrio de partido, esos 40 minutos parecían haber sido mucho más. Millonarios y Rionegro se habían dedicado a frenarse mutuamente como fuera posible y el tiempo valioso de partido se desperdiciaba en pequeñas escaramuzas que no llevaron más que a entorpecer el buen ritmo, ese que en los 90 minutos nunca existió.

Pelotazos sin sentido, concurso para saber quién iba a entregar peor la pelota, opciones de gol que no superan los dedos de una sola mano, miradas al cielo por cuenta de las innumerables inexactitudes de los protagonistas, arqueros que en vez de buscar con su saque un contragolpe terminan encontrando la cabeza de un fanático en las graderías, entrenadores que se miran con los asistentes como sin encontrar una explicación por cuenta de la pobreza futbolística… y todo esto sumado a las permanentes interrupciones del juego por las faltas pequeñas que buscan sacarles velocidad a las intenciones del adversario.

Y así como los jugadores y los entrenadores de fútbol tienen el deber de consultar videos de sus contrincantes para analizar cómo actúan y de qué forma se ubican en la cancha para contrarrestar su talento etc., los árbitros tendrían que preocuparse un poco más por garantizar el espectáculo a partir de ese mismo ejercicio de observación. Aquel que haya visto partidos de Rionegro Águilas y de Millonarios este semestre debía tener más que claro que ambos equipos pegan bastante y, en el caso de Rionegro, que los hombres dirigidos por Jorge Luis Bernal se preocupan más por la garantía en su propia área más allá de que con ese talante defensivo y esa sistematicidad en infracciones echen a perder la estética del juego.

Un ejemplo clarísimo fue el encuentro Medellín-Rionegro de hace un par de fechas: infracciones repetidas, jalonazos de camiseta y demás talanqueras para evitar que el rival teja cuatro pases seguidos. El árbitro fue Alexander Ospina, que detuvo cada vez que pudo el partido por cuenta de esas infracciones que parecen insustanciales, pero que a la hora de la sumatoria son claves para acabar con cualquier intención creativa.

Millonarios hizo un poco lo mismo ante Nacional en Medellín hace un par de semanas: pegó bastante, frenó el juego y aguantó en defensa. Cada vez que pudo cortó las alas verdes a partir de esas faltas sistemáticas que parecían insustanciales, pero que a la hora de la sumatoria fueron claves.

Nicolás Gallo fue el árbitro del encuentro Millonarios-Rionegro, pero parece que no se vio los partidos DIM-Rionegro y Nacional-Millonarios porque pitó el duelo como si no tuviera antecedentes. Entonces cayó en esa terrible trampa de los jueces soberbios que hacen cumplir el reglamento por encima de lo que sea, hasta por encima del juego. Porque Gallo y muchos de sus colegas de negro parecen estar más preocupados por pitar y no por dejar jugar.

Y ese es el gran detalle: el juego. Ese que a partir del silbatazo fácil y del escaso sentido común para aplicar la ley termina esfumándose.

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