¿Qué quiero coleccionar en mi vida?, ¿Qué es una vida exitosa? Si me hubieran hecho esas dos preguntas tres años atrás, mis respuestas serían totalmente diferente a las que doy hoy en día. Me llamo Christian Byfield, conocido en Instagram como @byfieldtravel, un ingeniero industrial colombiano. En mi nueva vida algunos me llaman escritor, viajero, bacán y fotógrafo, descripciones con las que me siento más identificado y sonrío al oírlas.
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Diez años atrás, en el momento de escoger mi carrera universitaria pensé en estudiar biología o antropología, ya que son temas que me apasionan con el corazón, que me mueven, me hacen sonreír. Por temas sociales y creencias que el éxito estaba asociado 100% con una cargo en una empresa y su salario asociado, me decidí por una carrera bien apetecida laboralmente con «gran» proyección económica. Estudié ingeniería industrial siguiendo el «deber ser» de lo que indicaba mi círculo social. Cuatro años exactos después, estaba graduándome como ingeniero.
Mi vida profesional empieza en una banca de inversión, seguida de un par de años en consultoría gerencial y estratégica. Tenía un muy buen trabajo, aprendía, era bien pago, podría haber seguido ahí muchos años más, mi vida entera… Una parte de mi cabeza me decía que tenía que seguir ese camino, una presión social, o como se quiera llamar, de trabajar duro hasta pensionarse. Una vez pensionado era el momento de disfrutar la vida. Algo que yo no lograba entender del todo.
Mi pasión: viajar, viajar conociendo este mundo y a su gente, la limitación principal: tiempo.
No soy de las personas que conocen 5 países en 15 días. Necesitaba tiempo, ahí es donde la idea que el dinero lo es todo empezaba a quebrarse, veía la vida de los otros banqueros de inversión, de mi jefa actual, calidad de vida bien precaria (desde mi punto de vista) e iban en total contravía de lo que quería hacer con mis contados días en el planeta tierra.
Como dicen por ahí, «cada cual es el autor de su propia vida», así que tocaba actuar. En mis viajes me crucé con personas que marcaron mi vida y mi corazón, e hicieron que empezara a pensar en hacer una vuelta al mundo. Qué mejor plan que ese, conocer sitios y gente de todo tipo de contextos, religiones y razas. En un viaje de trabajo, extendí mi tiquete después de una reunión en Neiva y me fui directo a San Agustín, sitio al que le debo haber tomado esta sabía decisión. Conocí a Mark Bardi, un californiano con un perfil parecido al mío haciendo su vuelta a Sur América, me quedé charlando con él por horas.
Empecé a pensar en parar este «modelo» de vida que mucha gente cree ser el correcto y exitoso. Hice cuentas, tenía los ahorros. Dinero que serviría para comprar un carro, dejarlos para la cuota inicial de un apartamento o hacer un MBA. Me incliné a continuar mis estudios en la Universidad de la Vida e iniciar un recorrido alrededor mundo. Monetariamente no tiene mucho sentido, dejar de ganar sueldo y empezar a gastar. Para mi es más importante vivir lo que estoy viviendo frente a lo que dejé de ganar y ahorrar.
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Compré un tiquete vuelta al mundo. Reacciones de todo tipo surgieron de mi gente cercana. Desde irresponsable, loco, que tendría fuertes implicaciones en mi corta vida laboral, hasta de admirar, inspirar y hacer algo diferente, con pasión. Mi jefe dijo que esa decisión tendría una fuerte implicación en mi hoja de vida: estaba en lo cierto, no la he necesitado desde que esta vuelta al mundo inició…
Meses después estaba aterrizando en mi primera parada: Addis Abeba, capital de Etiopía. Las primeras semanas no fueron fáciles, me seguía cuestionando si era un irresponsable o no. Definitivamente es muy difícil salir de la zona de confort. Durante los vuelos, las primeras noches, muchos pensamientos pasaron por mi cabeza, incertidumbre de lo que iba a pasar conmigo, preocupación por mi futuro; pensé varias veces en devolverme, aceptar que me había «equivocado» al renunciar a mi trabajo y seguir con este famoso modelo de vida.
Caminaba por las calles de Etiopía, mucha gente me miraba, yo los miraba a ellos, poco contacto. Un día muy especial, decidí sonreírle a todo el mundo que me mirara, quería ver su reacción frente a una sonrisa de un extranjero. Por temas de la vida, muchas de esas sonrisas fueron devueltas, así tuvieran dientes o no. Ahí empieza la colección más linda que podré tener en mi vida: una colección de sonrisas. Un gesto por el que el ser humano se conecta con otros humanos profundamente a pesar de no hablar el mismo idioma verbal. Muchos sentimientos y buena vibra puede traer una sonrisa, tanto para el que la da, como para el que la recibe.
Con esta nueva dinámica mi viaje tomó un nuevo curso, empecé a valorar una sonrisa más que muchas cosas, desde ese momento empezaría a calcular qué porcentaje de personas me sonreían, al yo sonreírles. Ejercicio que se repetiría de continente en continente. Los miedos sobre mi futuro «exitoso» se fueron yendo con cada sonrisa y se fueron del todo con el vapor que salía del cráter del volcán en el norte de Etiopía.
Nunca había visto un cráter activo, su lava, lava del centro de la tierra. En ese punto ya había visitado un par de sitios, había nadado con tiburones ballena, había estado en fiestas locales con gente amigable que me invitaba a sus casas. Ahí me di cuenta que no hay nada más importante que vivir el presente, especialmente cuando uno es joven y tiene la energía para hacerlo. Además entendí porque el tiempo libre no tiene precio, precio alguno. En el continente africano uno aprende a diferenciar, a la perfección, la diferencia entre riqueza económica y emocional. Pueden no tener muchos medios económicos pero saben gozarse la vida, sonríen más que cualquier otro humano a nivel mundial. Bailan, cantan disfrutan. Mi colección continuaba enriqueciéndose en un continente donde hay una riqueza infinita de sonrisas.
Día a día descubro más de mi, del mundo, su gente y sus creencias. Un recorrido haciendo únicamente lo que me hace feliz. Las alarmas sólo suenan para ir al aeropuerto o para ver amaneceres. Un tiempo donde lentamente uno se va enamorando de la vida, de mi vida, mientras voy dejando atrás muchos estereotipos, pensamientos con los que crecí que no me aportaban nada. Gracias a ese enamoramiento de mi propia vida, fui invitado a exponer una de mis fotos en una exposición en Bélgica.
Al llegar a Egipto me encuentro con sonrisas de ojos, al muchas mujeres musulmanas estar tapadas con sus «burkas», lo único que les puedo ver son sus ojos. El tema de la colección se complica un poco pero logré obtener un par de sonrisas, algunas de ellas con carcajadas incluidas y emoción. Los ojos les brillan, se achiquitan, así no les vea la boca, sé que están sonriendo. Yo sonrío.
Cruzó al Medio Oriente, me quedo unas buenas semanas en Irán, un país que llevo en mi corazón gracias a su gente. Sonríen mucho más de lo que me imaginaba, siempre hacen la aclaración que ellos no son árabes, son persas muy orgullosos de su historia, cultura y tradiciones que fueron invadidos por los árabes cientos de años atrás. Sonrisas en cada esquina, sonríen al ver que un extranjero visita su país. Que a pesar de lo que digan los medios y noticias uno los está visitando.
Llego al segundo país más habitado del mundo con pocas sonrisas, India. Me parece curioso que muy pocas personas me sonrían de vuelta, a medida que pasaban los días seguía intentando coleccionar sonrisas, lograba obtener algunas pero no las suficientes hasta que me senté a charlar con un amigo indio. Me explicaba que si movía mi cabeza de lado a lado la gente me devolvería ese gesto de gratitud India mucho más que una sonrisa. Empiezo mi ejercicio moviendo mi cabeza de lado a lado como todo un indio, las recomendaciones surgieron efecto. No sólo movían su cabeza devuelta, sino que muchos de estos gestos venían con una linda sonrisa acompañada. Factores que me alegran mis días. De esa manera continuo mi ejercicio en ese país que me ha dado unos días muy especiales en mi vida.
El recorrido sigue, me sumerjo en territorio australiano, subo a Asia hasta llegar a China. Sitio donde mi sonrisa no tiene mucho éxito, poca expresión de sentimientos en público en ese país. El recorrido sigue en el sur este asiático, parando por un mes en islas Fiji. Sigo en Estados Unidos, después Europa. Vuelo de Madrid a México y bajo por tierra bajando cruzando centro América hasta llegar a un país muy sonriente: Colombia.
Cada día me volvía mejor calculando mi estadística de sonrisas, después de un tiempo en cada país, empezaba a predecir con buena exactitud si alguien me sonreiría de vuelta o no.Dependiendo de su vestimenta, su forma de caminar, si oye música o no, de quien está acompañado y del contexto donde uno está.
El mar y el trópico contribuyen en gran medida a una alta tasa de sonrisas. Por lo visto a medida que la temperatura se va calentando, las sonrisas van creciendo. He ahí el dicho «en la costa la vida es más sabrosa». Entre más pequeño el pueblo también se ven más sonrisas. Las ciudades grandes se vuelven impersonales, en muchas ciudades australianas ni siquiera me miraban a los ojos, así que tener una sonrisa de vuelta es casi imposible. En un sitio pequeño las personas conocen a su panadero, al cartero, a la persona de las verduras y del pescado. En una ciudad de millones de personas es muy complejo de lograr. Yo seguía mi camino analizando los factores de sonrisas. Día a día la colección aumenta, hoy en día sigue aumentando, cada sonrisa es única, como nuestra huella dactilar.
Este es un ejercicio perfecto para eliminar los estereotipos de raíz y dejar de juzgar otras culturas o vidas por no ser similares a las nuestras. Un bebé nace con una forma de ver la vida que no discrimina, no juzga, simplemente trata de entender las diferencias y variedad tan mágica que existe en nuestra especie. Lastimosamente, con el paso de los años, muchos de estos niños, se van llenando de prejuicios frente a personas de otros países, de otras religiones, colores, con otras preferencias sexuales. Al crecer en un contexto social, comentarios empiezan a surgir, diferentes historias van moldeando la forma de pensar de cada individuo.
Una niña etíope de 8 años, al hablarme de las personas de su país vecino, Eritrea, afirmaba que todos sus habitantes, eran terroristas, algo imposible de creer para mí. Ese comentario me puso a pensar mucho, mi país sufre de estereotipos similares. No sólo ocurre con ella, ocurre con muchos niños, que se volverán adultos, alrededor del mundo con temas de racismo, de asociar una religión entera y todo sus individuos con terrorismo, con la homofobia y cientos de generalizaciones perjudiciales para la salud y el alma. Adultos que criarán a sus hijos con sus mismos prejuicios.
Al pasar de país en país, todos estos estereotipos se van derrumbando como torres de papel. Lo mágico de viajar, de ver varias culturas de este mundo con mis propios ojos, un ejercicio para abrir la mente, dejar de juzgar y entender que todos miramos a la misma luna, pero vivimos en mundos totalmente diferentes.
Cada día aprendo a querer más a la raza humana, una que sonríe sin importar el contexto donde esté, que me brinda una mano para ayudar sabiendo que no soy de su mismo país, no hablo su mismo idioma y no creo en su mismo Dios.
Lentamente uno se va desapegando de temas sociales, materiales. Se va conectando con uno mismo, con este mundo. Finalizando mi viaje, oportunidades empezaron a llegar relacionadas a mi fotografía, a mi forma de escribir y sobre mi propio viaje, ahora se volvieron mi nueva forma de pasar mis días en este mundo donde me gano la vida haciendo lo que realmente me mueve, me hace sentir vivo. Por eso mismo mis amigos me llaman escritor, bacán y fotógrafo. Al preguntarme sobre lo que es una vida exitosa, hoy en día estoy seguro que tiene un gran factor el hacer lo que a uno le apasiona en su día a día. ¿Qué quiero coleccionar? Solo se me viene una opción a la cabeza: sonrisas, muchas sonrisas ya que todos los seres humanos sonreímos en el mismo idioma.