Cuando ella se vino a Bogotá, estando en el TPB, yo ya conocía mucho de ella, entre otras cosas porque compartíamos una amiga llamada Helena. Yo al mismo tiempo hacía publicidad, entonces ella decía que nosotras entendíamos muy bien lo que era ese doble papel de estar en el escenario ensayando un personaje y salir corriendo a escribir una carta, responder una llamada y ponerse un sastre.
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Por allá en el año 81 o 82, me dijo: “Bueno ya, tienes que volver a hacer teatro porque hace rato no lo haces y tengo un proyecto al que te va a quedar muy difícil decirme que no”. Se trataba de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Fue en ese momento cuando nos hicimos grandes amigas, porque el elenco era muy pequeño y las únicas mujeres éramos ella y yo.
Era persona alegre, divertida, inteligente. Era un absoluto placer estar con ella. Creo que todos los que estuvimos cerca de ella nos sentimos afortunados de que fuera nuestra amiga.
Yo creo que lo que uno debería tratar de aprender de ella era esa alegría de vivir. Esa capacidad enorme de pasarla bien y de disfrutar con profundidad. Su brindis cuando chocábamos las copas de vino en todas las oportunidades era: “Por el placer de vivir”.
Considero que su legado más grande fue acercar el teatro a la gente a quien antes no le llamaba la atención. Por eso no era raro que la gente la halagara en los desfiles del Iberoamericano como si fuera reina o cantante. Sinceramente no creo que exista otra mujer, que sin ser la gran estrella, logre que el público la ame sin límites.
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