Para muchos, 2001: Una odisea del espacio es una obra fascinante, tan compleja y polisémica hoy como cuando se estrenó, hace medio siglo.
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Solo un director como Stanley Kubrick (1928-1999), podía convertir en imágenes una historia tan compleja como esta, basada en el relato El centinela, de Arthur C. Clark, quien colaboraría en la creación del guion de la cinta.
Aunque el preestreno de la película fue el 2 de abril de 1968 en Washington, en Nueva York fue un día después (según la web especializada IMDb). Algunos meses más tarde, fue galardonada con el Óscar a los mejores efectos visuales y 3 BAFTA (mejor fotografía, mejor sonido y mejor diseño de producción).
Ya es un icono de la historia del Séptimo Arte la secuencia en la que un grupo de homínidos descubre una fascinante piedra de color negro perfectamente pulida que se convertirá en uno de los grandes enigmas de la película.
Aparentemente, no ocurre nada, pero uno de los homínidos descubre que un hueso es algo más que una cosa recubierta de carne. Así, pasa a tener una herramienta que también sirve para matar, en un salto evolutivo con mucho dramatismo.
Todo sucede acompañado de la música del poema sinfónico de Richard Strauss, Así habló Zaratustra, a su vez obra capital del filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Dicho planteamiento, basado en la evolución del mono al «superhombre», con el hombre como nexo casi antagónico entre ambos, es un elemento sustantivo de este filme.
Por ello, ese homínido lanza al aire el hueso y tiene lugar entonces lo que los críticos han denominado «la más grande elipsis narrativa de la historia del cine», un salto de 4 millones de años que nos traslada a 1999, a una nave espacial que viaja de la Tierra a la Luna y hace escala en una estación espacial.
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En esa estación espacial, otro de los íconos de la película, se posa la nave en la que viaja el doctor Heywood Floyd (William Sylvester) tras una maniobra de aproximación convertida en una suerte de ballet cósmico con la música de El Danubio azul, de Johann Strauss.
Dos años más tarde, en 2001, una expedición viaja a Júpiter integrada por cinco astronautas, tres en estado de hibernación y dos despiertos -los doctores Dave Bowman (Keir Dullea) y Frank Poole (Gary Lockwood)- y un supercomputador llamado HAL 9000, el tercer mito icónico de la película.
De HAL 9000 depende casi todo, incluso que el viaje tenga éxito o no. Su inteligencia es cada vez menos artificial y progresivamente más «natural». Pero solo es una máquina. Y esa es la clave que quiso mostrar Kubrick: un enorme dilema, pues HAL 9000 implora que no lo desprogramen. Aun así, es necesario hacerlo para poder llegar a Júpiter y alcanzar el estado de «superhombre», el renacimiento de un nuevo ser, casi embrionario, que nace al encuentro de la Tierra, como dice Nietzsche en su libro.
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