Mayoría de edad recién cumplida, camiseta Saeta dentro de la pantaloneta y el corazón en la garganta. Firme como un soldado, un muchachito recibe las últimas indicaciones del ‘Pecoso’ Castro y una palmadita en el hombro de Andrés Baudilio Morales quien se retira exhausto de la cancha del para darle paso.
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Mirada al cielo y a jugar. Es el primer domingo de noviembre del 2005 y el fútbol es otra cosa: la pelota rodaba siempre a las 3:30 los domingos (o a las 8:30 los miércoles), había menos excusas para ir a los estadios y los partidos de visitante se escuchaban por radio porque la televisión (Telmex en ese entonces) no transmitía todos. Ni en las profecías más extravagantes estaba eso de poner árbitros a control remoto desde una cabina llena de pantallas y mucho menos una pandemia que pondría en jaque el negocio de este deporte y lo alejaría de la gente. Han cambiado muchas cosas.
Desde entonces, dos veces se fue y dos veces volvió. Ganó una liga y una superliga, quemó casi todas las etapas de la vida de un jugador profesional, recibió toda clase de elogios e insultos en los más de 230 partidos que jugó (algunos muy bien y otros no tanto, como cualquiera en cualquier trabajo); pero, sobre todo: estuvo. Y ese verbo -estar- aunque es tan sencillo de conjugar, es muy difícil encontrar, sobre todo en el mundo del fútbol donde, para casi todos, pesa más el bolsillo que el escudo bordado en el pecho.
Y ese adolescente que estuvo esa tarde en el estadio de Bucaramanga cumpliendo su sueño de niño, jugar con la camiseta del equipo que siempre amó, ha estado cuando muchos otros decidieron no estar, y con acciones ha validado el lugar que hoy tiene en Millonarios. Por ejemplo: cuando el naciente equipo femenino jugó sus primeros partidos en El Campín, previo a los compromisos del masculino, él, con ropa de entrenamiento aún, se paraba en la raya como un miembro más del cuerpo técnico, como un hincha más: gritaba, alentaba, sufría.
Cuando los hinchas, angustiados y ofendidos, han ido a la sede deportiva a manifestar su preocupación, el primero que sale a mirarlos a los ojos, a darle valor a sus opiniones (así muchas veces difiera) y a asumir compromisos es él. Como lo hace en zona mixta después de las más dolorosas derrotas de los últimos años. Frenteando. Estando, así eso signifique, en la escena más reciente, bajarse el sueldo.
Y ahora una vez más. No vamos a decir que gracias a él llegaron Guarín y Uribe, eso sería pretencioso y además una mentira. Pero sí podemos contar que específicamente durante la última semana, la opinión del capitán fue considerada por las partes involucradas en la negociación. En la dirigencia lo escucharon y entendieron la necesidad de aprovechar este momento para poder cosechar lo sembrado el año anterior con la llegada de Gamero y el rendimiento de los canteranos. Del otro lado del teléfono también lo escucharon: Uribe coincidió con él en que, aunque fuera del país había equipos que le iban a pagar más, ya era hora de volver a vestir esa camiseta que también ama y que defendieron juntos hace más de un lustro.
Ahí va Macalister con sus soles y sus heridas, tomando la última curva de su carrera. Con batallas de las que se enorgullece y otras que seguro todavía lo persiguen en los ratos de quietud. Con la frente en alto porque sabe que más allá de los títulos, los goles y las asistencias hay un legado que trasciende, que engrandece. El legado de aquel que aun siendo mariscal nunca dejó de ser soldado.
Por: Julián Capera B