Kevin De Bruyne no está en el olimpo de Messi y Cristiano Ronaldo. Esto no es un texto de comparaciones con esos dos geniales, que ya, al hacerlo, cae uno en el error de no disfrutarlos en aras de promover el ego de algunos que quieren dar a entender que, si a uno le gusta el argentino debe odiar al portugués, o viceversa. Idioteces de redes sociales que el balón, menos mal, no entiende. Simplemente quiero hablar de este jugador belga, para mí, uno de los pocos 10 netos que quedan y sobreviven a la extinción, debido a la imposición táctica del exceso de “fútbol científico”
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De Bruyne, que inició su carrera a los ocho años en el KVE Drongen de su natal y fría Gante, en Bélgica, podría ser la fuente de inspiración de Hergé a la hora de dibujar y darle forma a Tintín. También podemos acomodar a Kevin en el biotipo de ser un cuasi clon del expríncipe Harry de Inglaterra. O, como lo afirman algunos e incluso mi retina ha padecido esa confusión, puede ser también un gemelo de Oleksandr Zinchenko, su compañero en el Manchester City.
Kevin es cuasi albino, pelirrojo o mono, tiene cara de niño muy a pesar de sus ya 29 años. Luce tímido. Incluso es de esos a los que uno cuando jugaba, veía y no daba mucho por él para elegirlo en su equipo y tenerlo como socio para entablar un buen juego. No tiene la pinta de esos jugadores a los que se les ve el hambre por encima y las ganas de tragarse el mundo como sea, o como camino para alejarse de la miseria.
Muchos errores se suman en esa apreciación anterior, porque Kevin De Bruyne, desde niño, demostró que estaba por fuera del bloque de la normalidad. El KAA Gent lo tuvo por seis años y luego pasó al KRC Genk, el mismo club donde juegan los colombianos Carlos Cuesta, John Lucumí y en el que aterrizará el ex Atlético Nacional Daniel Muñoz. Un club que ha forjado lo más exquisito de la última camada dorada del fútbol belga.
Luego se fue al Chelsea y ahí la historia toma un camino de espinas. Mourinho y De Bruyne no tuvieron una buena relación y poco o nada pudo hacer el jugador para brillar en Stamford Bridge. Buscó nuevos horizontes y se fue al VfL Wolfsburgo de la Bundesliga. Ahí se reencontró, la rompió, en una temporada logró ser el máximo asistente y lo nombraron mejor jugador de la liga teutona.
Llegó entonces el Manchester City y lo invitó a ser parte de su proyecto de convertirse en uno de los clubes más fuertes del mundo. Encajó perfecto. Pero encajó mejor cuando llegó Pep Guardiola, ahí se ha visto al mejor De Bruyne, mejor que el que hace sociedades aceitadas con Hazard en la buena selección de Bélgica.
Kevin De Bruyne es el mejor pasador del mundo. Cuando recibe el balón se activa en su ser un sistema integrado de GPS, un sonar con reacción rápida y precisión de un misil Tomahawk en el que, con antelación, ya sabe qué se debe hacer y cómo se debe hacer. En la mitad del campo es el amo en la toma de buenas decisiones, las propias y la de sus compañeros. Hoy, en el fútbol, las buenas decisiones tienen mucha relevancia en el paquete de calidad que tiene que tener un jugador.
Tiene también la capacidad de un impecable manejo de la “caja de velocidades” que requiere su equipo. De Bruyne da los ritmos, los da hacia adelante, los costados e incluso hacia atrás. Todo bajo la premisa de Guardiola: el pase como amo y señor de los principios del fútbol.
Este jugador conduce bien el balón y su técnica es exquisita. Ha jugado de extremo, de interior, del nombre que usted quiera ponerle de la mitad del campo hacia adelante. Y dada su personalidad humilde y buena onda (así lo refleja un documental de Amazon Prime sobre el City. Recomiendo lo vean) también ayuda a marcar y presionar cuando no se tiene el balón.
Verlo jugar deleita la retina de quienes amamos el jugador de picardía, fantasía, gambeta, pases imposibles y remates potentes. No hay gol feo de él. No es Messi, no es Cristiano. Es un mono de bajo perfil que, en mi criterio, es el mejor 10 neto del mundo. Y eso, en tiempos de un fútbol tan vertical y lleno de pelotazos y centros, es un oasis de talento.
Por Andrés ‘Pote’ Ríos / @poterios