Es ver a George Floyd tirado en el suelo, con la rodilla de Derek Chauvin encima de su nuca, acabando con la única posibilidad de vida que le quedaba a un hombre que se terminó convirtiendo en un símbolo de la lucha contra el racismo en el mundo. La muerte de Floyd desató la ira del planeta ante el abuso, ante la arbitrariedad y las imágenes de caos en Estados Unidos pegaron duro, tanto que al propio Donald Trump le tocó irse a guarecerse en un bunker porque la ira estaba suelta y la gente no iba a resistir un segundo más tanta indolencia desde los altos poderes.
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A veces hay que unirse para poder ser escuchado. Pensaba que en febrero, antes de que la pandemia acabara con nuestra anormal normalidad, Mousa Marega estaba jugándose un partido como cualquier otro: el hombre del Porto estaba a punto de perder la paciencia porque los hinchas del Vitoria Guimaraes -club donde Marega había jugado y seguramente alguna vez había sido ovacionado- se habían dedicado a insultarlo durante todo el juego por cuenta de su color de piel. Marega entonces encontró la mejor venganza ante tanta locura: anotó un gol que adelantó al Porto en el score pero inmediatamente empezó a girar sus muñecas con los puños cerrados y el dedo índice erguido. Es el símbolo mundial del cambio en el fútbol. Y ahí se desató toda una molestia de Marega que, cerca de las lágrimas, quería largarse lo más pronto posible de ese campo que lo andaba tratando como si fuera basura.
Y es aquí donde la situación se repite: los compañeros de Marega le dicen que no, que no se deje provocar, que no abandone el campo, que se tiene que quedar con ellos. El mensaje es claro, por una parte: sus colegas no quieren que uno de sus hombres más queridos se caiga. También le envían el mensaje de que la valentía de encarar a todos esos oligofrénicos puede ser más poderoso que sucumbir. Que ellos están ahí para darle una mano.
Algo similar le ocurrió -y no en una sola oportunidad, esto es de vieja data- a Mario Balotelli, recientemente cesado en el Brescia: jugaba en noviembre contra el Verona y un sector de la hinchada más difícil que se agolpa en las graderías del Bentegodi arrancó con su artillería de insultos racistas. Mario perdió la paciencia, revoleó la pelota con dirección a ellos y amenazó con irse de la cancha si la situación continuaba así mientras que compañeros y rivales lo persuadían de todas las maneras posibles para que siguiera en cancha porque todos lo necesitaban.
Y podemos seguir citando ejemplos de toda índole: el banano que fue lanzado a Dani Alves en el estadio del Villarreal, misma situación que vivió el camerunés Kameni en el Vicente Calderón o también el día que Samuel Eto´o -receptor de agresiones racistas sin igual en España- un día no soportó más y entre lágrimas se iba a ir del campo de La Romareda. En Colombia nos ha tocado ver cómo en este, un país multirracial, se desgañitan imbéciles diciéndole “negro hp” a un rival sin que pase nada.
Tal vez la solución está en dejar de tratar de convencer al que es insultado de que se quede. Tal vez la solución es que los dos equipos se marchen del campo, no sigan jugando y no vuelvan. Ese sería un verdadero gesto solidario que dejaría ver cómo hay cosas más importantes que la pelota. Tal vez así se dará un verdadero mensaje.
Algún día volveremos a las tribunas y algún día esta desgracia se revivirá. Mejor tener soluciones antes de que todo vuelva a echarse a perder.