Leonardo Acuña es el hombre que intentó quitarse la vida hace unos días en un almacén de cadena en la ciudad de Barranquilla. Lo quisieron judicializar por el delito de pánico y finalmente quedó en libertad. Sin embargo, lo que pasó con él me hizo pensar de nuevo en la defensa al glorioso derecho a decidir sobre todos los aspectos de nuestra vida, y eso incluye decisión sobre nuestra existencia misma. La situación me inspiró para poner sobre la mesa estas reflexiones.
PUBLICIDAD
Lo primero que me vino a la cabeza fue la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que un suicida puede ser judicializado? Es evidente que una persona que anuncia que se quiere quitar la vida está pidiendo a gritos ayuda profesional. Popularmente siempre se escucha decir: «quien se va a matar no avisa», y eso solamente habla de la ignorancia que tenemos sobre la realidad de un suicida. Muchas personas lo anuncian por diferentes razones, la más urgente y que debería ser evidente para la sociedad es la agonía que están sintiendo y los sentimientos encontrados que tienen entre la pesadilla de seguir padeciendo en vida o quitarse la vida, por eso muchas veces hacen pública su desgracia para llamar la atención y encontrar algún tipo de camino a una situación que supera cualquier intento de explicación sobre la que están viviendo.
Enorme vergüenza debería sentir el Estado porque en vez de generar una política pública seria en materia de salud mental, piensa es en judicialización, como si eso resolviera algo. Para lo único que sirve la judicialización es para revictimizar a las personas que están sufriendo la vida y que no han encontrado la manera de apañarse a la existencia.
Muchísimas personas después de recibir apoyo profesional igual terminan cortando su vida, sin embargo, nada está dicho en definitiva sobre el suicidio ya que otras muchísimas logran encontrar la manera de aprender a vivir con su depresión y todas las implicaciones de su condición humana.
No soy purista en contra del suicidio. Estoy convencida de que, en el caso de las personas adultas, después de haber recibido apoyo profesional, si aún así no quisieran seguir con sus vidas, deberían encontrar un apoyo solidario para un suicidio asistido totalmente legal. No sólo pensé en esto, de inmediato me vino a la cabeza el aborto y la eutanasia.
Hablo del derecho al suicidio de las personas que ya no pueden con el peso de la vida. Que no deberían estar solas, que deberían poder contar con la compañía y comprensión de las personas que dicen amarlas y que ellas, en medio de su infierno, también les aman. Y hablo de esto porque entiendo y comprendo que el sufrimiento de esta vida no solamente es físico, que también es psicológico y a veces vivir para muchísimas personas se vuelve una tortura. Estoy absolutamente convencida del hecho de que el derecho al suicidio no esté tipificado no significa que el suicidio tenga que ser un delito. Me causa ira saber que pueden judicializar a un suicida; un suicida lo que necesita es asistencia profesional ya sea para aferrarse a la vida o para liberarse de ella.
También, reflexiono en la situación de la eutanasia, me detengo y pienso profundamente: si le ha costado a la sociedad colombiana legalizar la eutanasia y permitirle a la gente en condición de enfermedad degenerativa y terminal morir en dignidad, y obligatoriamente hay que esperar que su cuerpo ya sea un desecho humano, no sólo eso sino que tenga que continuar la existencia por días, meses e incluso años soportando todo tipo de dolor en su cuerpo para poderle conceder el derecho a la muerte digna, ¿entonces qué esperanza tiene un suicida?
Por supuesto que esa decisión no puede ser un impulso emocional; reitero que las personas suicidas necesitan un tiempo de tratamiento y compañía. Sin embargo, pienso que si después de eso su decisión sigue firme, deberían ayudarle a morir dignamente.
El suicidio, como el aborto o como la eutanasia, de ninguna manera es una discusión metafísica, religiosa o filosófica. Es una discusión sobre el legítimo derecho a la dignidad humana. Yo comprendo que una persona menor de edad no tiene la capacidad de tomar decisiones sobre su vida y en el caso de los menores el manejo debe ser completamente diferente. Los menores deben pasar por tratamientos y acompañamiento sólido hasta que tengan edad para decidir; también les hablo como madre: sí mi hija tuviera una depresión con tendencias suicidas, por supuesto que yo estaría acompañándola con todo el respaldo profesional hasta que ella tuviera edad para tomar la decisión sobre su existencia.
Convertimos en tabú todos estos temas y los inundamos de falacias y sentados en nuestro pedestal de la moral, con un tufillo de superioridad, le decimos a otras personas que no tienen derecho a decidir sobre su propia existencia.
Hay muchas personas sufriendo porque han tenido varios intentos de suicidio que les han dejado muy mal de salud, con vidas más miserables de las que tenían antes el primer intento de suicidio, ignorar está situación es inhumano. A la gente hay que acompañarla profesionalmente y emocionalmente, hay que darles calor humano, ofrecerles un punto de apoyo real, obviamente tratamiento de expertos, y si después de un diagnóstico profesional que indica que esa persona está en una agonía emocional que NO puede superarla en sus fuerzas, ni de ninguna otra manera espiritual o química, después DE TODO TRATAMIENTO Y APOYO PROFESIONAL debería ser legal que reciba ayuda clínica para morir sin dolor y sin sufrimiento en compañía de sus seres amados y no en soledad y abandono a escondidas, como si estuviera cometiendo un crimen. Eso se llama piedad. VIVIR no puede ser una imposición porque se convierte en un suplicio.
Ya me parece estar escuchando aquello de que el suicidio, la eutanasia y el aborto son crímenes. Esa posición me resulta lo más facilista intelectualmente, moral y filosóficamente. Para mí es un pensamiento muy pandito para discutirlo. Sin embargo, dejo sobre la mesa una pregunta para tener en cuenta: ¿por qué estas cosas son consideradas un crimen? Esta es mi respuesta: porque la ley está amarrada a la moral bíblica. ¡Por favor! Que nadie me diga a mí que es más criminal abortar que tirar un recién nacido al ICBF a su suerte a ver qué le trae esta vida; que el suicidio asistido profesionalmente sería un crimen, porque honestamente, a mí juicio, criminal es condenar a las personas a una vida que no quieren porque les pesa, les pesa el cuerpo por su condición de salud física o les pesa en el alma por su condición de salud psicológica y mental.
Que por favor nadie me repita que es criminal ayudar a una persona que está sufriendo todo tipo de dolor y padecimiento en su cuerpo que ya no funciona, acabar de una buena vez con esa tortura. No me vengan con eso, cuando criminal es una sociedad y un Estado que no siente empatía por el sufrimiento de sus semejantes.
Y ahí vuelvo a detenerme pensando en quienes dicen «que el único dueño de la vida es Dios» o quienes me preguntan qué si no entiendo que estoy hablando de pecados. Yo puedo entender la fe en Dios y respeto el derecho a creer en Dios, lo que no puedo hacer es imponer la fe en Dios. Y desde ahí no creo que yo sea más buena ni más poderosa que algún Dios. Si Dios no puede sanar una vida perturbada y ponerle el anhelo y el deseo firme de vivir, si Dios no puede hacer que su corazón ame su existencia y vea en su vida un regalo y no un castigo, ¿quién soy yo, una simple mortal, para imponerle a alguien la vida como una condena? Si Dios no puede hacer que la mujer desesperada que tomó la decisión de abortar cambie de parecer, ¿quién es alguien, cualquier insignificante mortal de este planeta, para decidir sobre el cuerpo y la vida de esa mujer? Y si Dios no le ha quitado la enfermedad terminal a esa persona que está sufriendo dolores indescriptibles en su cuerpo, ¿quién es cualquiera que sea el mortal para negarle el derecho a la muerte digna y sin dolor a esta persona?
Yo soy defensora de la vida digna, creo firmemente que debemos dar la pelea por la vida cada minuto de nuestra existencia; no obstante, no creo que la vida deba ser un suplicio o una condena. La sentencia de vivir hasta que llegue la muerte súbitamente, con sufrimiento o sin él, me parece injusta. Deberíamos poder hablar estas cosas abiertamente, deberíamos tener sociedades justas que ayuden al buen vivir, que ayuden a sanar la complejidad de todos los padecimientos de la existencia, pero que también tengan las herramientas intelectuales y humanistas para saber cuándo deben empatizar con aquellas personas que no logran encontrar armonía en su vida, que por mucho que lo intenten no encuentran regocijo ni motivación para continuar sus días.
No se trata de falta de amor, no se trata de falta de espiritualidad, no se trata de cobardía, se trata de una condición humana que supera cualquier intento de explicación. Se trata de la dignidad de la existencia, y existir sin ningún deseo de hacerlo es la manera más indigna de morirse. Ninguna persona debería pasar toda su vida agonizando, nuestras sociedades ya lo deberían entender.
Pero siempre viene el discurso de la moral aferrado a la filosofía o a la religión desde el paradigma de lo» correcto o lo incorrecto». La moral higienista, totalmente deshumanizada. Esto no se trata de lo que es correcto o no para una sociedad nublada por la religiosidad, entre otros aspectos moralistas; esto se trata del derecho a vivir dignamente en nuestros términos, se trata de entender que lo que es correcto para mi vida no necesariamente es correcto para otra vida, se trata de dimensionar el hecho de que debemos defender el glorioso derecho a decidir sobre nuestra vida aún cuando las personas decidan cosas que no decidiéramos para nuestra propia vida.
Nadie te va a obligar a quitarte la vida porque respetes el derecho a qué otra persona decida hasta cuándo vivir, nadie te va a obligar a abortar porque respetes el aborto de las mujeres que necesitan abortar para poder desarrollar su derecho a una vida digna y plena en sus términos; nadie, absolutamente nadie en este extraño mundo, te impondrá la eutanasia si tú prefieres vivir con dolor en el cuerpo hasta el último minuto de tu vida.
Toda la vida estaré sorprendida con lo difícil que ha sido para nuestra especie entender la piedad. No todas las personas le tienen miedo al infierno o están esperando entrar al cielo, sólo quieren una vida y una muerte digna aquí y ahora. Poder decidir sobre nuestra propia existencia tendría que ser un derecho humano indiscutible.
Tenemos que buscar una política pública para la salud mental sólida y eficiente, también esforzarnos por hallar la manera posible de ayudar a los suicidas a reconciliarse con la existencia, y no va a ser mediante la judicialización que estas personas van a reconciliarse con su vida. Toda persona que se considere justa y piadosa debería estar a favor del derecho a decidir sobre la vida propia. Necesitamos que las personas que quieren acabar con su vida porque no lograron superar su condición emocional, puedan despedirse honestamente de sus familiares y tengan una muerte digna y sin sufrimiento gracias a la compañía profesional. Eso se llama empatía y piedad.
Tenemos que empezar a comprender que la decisión del suicidio no se trata de cobardía… Cada vez que queramos juzgar a una persona que está padeciendo la vida y que ya no quiere continuar, recordemos, por favor recordemos, que se trata de una condición humana que supera cualquier intento de explicación.
Mar Candela