Opinión

Internet asocial

Quizá los muy jóvenes, los muy olvidadizos o los muy desinformados no lo sepan ni estén interesados en recordarlo. Pero hubo un tiempo en que internet carecía de Facebook, YouTube, Instagram, Twitter, TikTok, WhatsApp, de Tinder y de todos esos aditamentos que hoy la acaparan. Eran años ingenuos, enmarcados en el ‘cibercontexto’ de una red rudimentaria, de acceso minoritario, todavía perpleja y al decir de muchos subutilizada. Épocas de conexiones lentas e inestables, por vía telefónica, a 14.400 kbps.

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Cómo olvidar aquellos días. Cuando, sin que mediaran esos teléfonos a los que llaman inteligentes, uno intentaba ‘levantar’ o hacer amigos vía mIRC o ICQ. Cuando Napster fungía de surtidor oficial de música. Cuando en lugar de Google consultábamos Altavista. Cuando a falta de blogs o del posterior y ya fallido MySpace teníamos Geocities. Cuando descargar un video de treinta segundos en Real Audio era proeza y enviar un archivo de más de un mega por correo electrónico utopía. Cuando resultaba preciso remitirse al centro de cómputo de la universidad o a la casa del condiscípulo con cuenta de acceso remoto para conectarse. Cuando los nombres de Terra, Yupi y UOL evocaban megacorporaciones omnipotentes e indestronables. Cuando una llamada de larga distancia gratuita por Dialpad era lo más parecido a la cúspide de las telecomunicaciones. Cuando nadie veía televisión ni oía radio por internet, simplemente porque “la velocidad no daba”.

El futuro, entonces, se adivinaba venturoso. Con ‘páginas web’ vistosas cuyos botones semejaban tabletas de chocolatina. Con acceso ilimitado y gratuito ofrecido por Tutopía. Con Amazon creciendo muy rápido. Con la certeza de un porvenir más simple. Con la confianza cifrada en la inteligencia artificial como la elegida para redimirnos del caos. Por esas fechas Mark Zuckerberg debía ser un adolescente y el concepto de ‘redes sociales’ un planteamiento en maqueta, cuyas implicaciones sólo unos pocos ‘Steve Jobs’ y otros tantos ‘Bill Gates’ debieron vislumbrar en la debida dimensión. Difícil habría sido suponer que el advenimiento de los tales smartphones habría de alterar de manera definitiva nuestra manera de acceder a estas plataformas de información, entretenimiento y servicios. Y que con las ventajas implícitas —mayor capacidad de denuncia, opciones más claras para hacer visibles causas de otro modo condenadas al silencio, más vías de autopromoción, entre otras lindezas— vendrían también atropellos.

Porque con las susodichas ‘redes sociales’ llegó la era de la atención secuestrada por los denominados ‘dispositivos móviles’ y junto a ésta la hipercomunicación, la exacerbación de ese exhibicionista narciso que con distinta intensidad nos habita a cada uno de nosotros, la segmentación de los ‘usuarios’ en bandos, los linchamientos públicos, el odiosísimo ‘clickbait’, las presuntas ‘bodegas’, los ‘bots’ indeseables, las cadenas de chistes, oraciones o arengas políticas, las cuentas falsas, el descarado manejo de las opiniones masivas y la sofisticación de los manoseadísimos ‘algoritmos’, fórmulas que al decir de los ‘conspiranoicos’ se han consagrado al arte del perfilamiento de humanos con miras a hacerlos clientes según vulnerabilidades, afinidades, pasiones, aberraciones, carencias e intereses. Y así vivimos, rendidos y a expensas de un invento que hace mucho nos desbordó. Resignados, adoctrinados, adictos o en el mejor caso inquietos, preguntándonos si a cambio de tanto progreso no terminamos canjeando nuestras facultades de raciocino y mucha de la tranquilidad que aún atesorábamos cuando la peor forma de invasión electrónica en la intimidad propia la constituía el spam.

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