Opinión

La kola fundacional

A muchos colombianos del interior en mi generación nos costaba asimilarla. “Es muy dulce”, “sabe a remedio” o “al clima es inmunda” eran tres insensateces que rebuzné solo o en coro contra la Kola-Román. “Para que te guste, hay que tener el gen costeño”, me explicaba un amigo de ancestros barranquilleros. La bebida constituía un exotismo. Una experiencia particular ajena a otras, más usuales, que emergían de canastas surtidas de Postobón, Lux e Hipinto repartidas semanalmente por camiones en esa época. Las mismas que uno se bebía hora a hora y cuyos compartimentos escondían un sinfín de sabores que iban alternándose, como frutos carbonatados de temporada: tamarindo, piña, Castalia Cristalima, Uva, unas variedades dietéticas endulzadas con Nutra-Sweet e incluso algunas Kol-Canas.

A diferencia de sus homólogas colas, la Román era roja, se escribía con K y se adivinaba dulcísima a la primera olfateada. Conseguirla era menos fácil. Destilaba trópico. En los ochenta la anunciaban mediante un comercial protagonizado por una muchachada guapa y atlética que jugaba béisbol sobre el mar. Quien cayera de las bases se zambullía en la inmensidad oceánica. En otro, el sanandresano Christopher cantaba su versión libre de ‘La pollera colorá’. A juzgar por las publicidades, el menjunje aquel hacía maridaje con las arepas de huevo y el suero. Como fuera, la historia de la Kola Román es más que centenaria. Don Manuel Román y Picón, farmaceuta español, desembarcó en Cartagena alrededor de 1834, con treinta años, para abastecerse de quina y regresar. No planeaba establecerse, pero el viaje de vuelta terminó en naufragio. Don Manuel tomó este acontecimiento por aviso del destino y decidió establecerse en la ciudad.

Román y Picón hizo industria. Se convirtió en padre de la farmacéutica moderna en el país. El laboratorio a su nombre, heredado por sus descendientes, prosperó con productos como la Curarina o la Sal de Frutas Picón, medicamentos que aliviaron resacas y dispepsias a una nación entera. Pero quizá ninguna de estas iniciativas alcanzó tal relevancia como la Kola Román, invento de Carlos Román Polanco, hijo de don Manuel, quien comenzó a fabricarla en 1865 con unas máquinas británicas. Desde entonces la Kola existe. Es de anotar que la fórmula original fue alterada a principios del siglo XX y que la versión hoy en venta no sabe igual a la de Román Polanco. Como sea, según especulaciones wikipédicas, Kola-Román es al parecer la marca de gaseosas en funcionamiento más antigua del mundo, seguida por la ecuatoriana Fioravanti, de 1878.

No pretendo convertir estas líneas en apología a las bebidas azucaradas. Tampoco enaltecer la firma que hoy produce la Kola-Román, leviatán del refresco al que competen enormes responsabilidades. Supongo, eso sí, que el azúcar puede ser consumida con moderación y sensatez y que hacemos mal satanizando la sustancia y no nuestros hábitos. Hoy la Fioravanti y la Kola-Román pertenecen a su hermana menor, y más voraz quizá, Coca-Cola-FEMSA. Irónico. Pero bien merecería la Kola de don Carlos Román ser exaltada a patrimonio del Caribe. Si no me creen pregúntenle a un costeño. O mejor, vayan allá y cuando haga mucho sol conságrense a saborear una Kola Román o cualquiera de sus derivados: un helado de Kola-Román, un arroz con Kola-Román, un cholado de Kola Román, un pan remojado en Kola-Román, una malteada de Kola-Román o unos plátanos tentación, bañados… es de suponerse, en Kola-Román. Hasta el otro martes.

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