De Cali me gustan las gradas, las chuspas y el pam. Me gusta el viento que baja todas las tardes, como caricia cósmica. Me gusta el chontaduro con limón, pimienta, miel y sal. Me gusta ese andar desenfadado de la gente. Me gustan los helados de mango biche de Frutalito y los cholados cerca de las canchas Panamericanas. Me gusta el fantasma de Andrés Caicedo sobrevolando cada rincón. Me gusta ese acento con sabor a Pacífico y a salsa en innumerables matices. Me gusta que, al hablar, la S se convierta en J y la N final en M. Me gusta la hospitalidad. Me gusta como vosean. Me gusta e impresiona la habilidad de los meseros de El Obelisco del río al cruzar la avenida. Me gusta la pensión Stein. Me gusta el Deportivo Cali.
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De Cali me gustan el susodicho afluente del Cauca y los barrios con nombres musicales: Siloé, Juanambú, Chipichape, Terrón Colorado, Popular. Me gustan los bichos, las garzas, las ferias del libro y las lagartijas. Me gustan los borondos, el entuque, el yeyo, el ‘reíte’, el ‘azarado’ y el “me tenés asado”. Me gusta la afrocolombianidad omnipresente. Me gustan los jugos de mandarina y el falafel de Los Turcos. Me gustan las noches en Martyn’s. Me gustan los samanes y los paseos a El Salaíto y a Felidia. Me gusta que en el fondo “casi todos” se conozcan con “casi todos”. Me gustan las palomas de la plaza de Cayzedo. Me gustan las canciones que retumban el inconsciente: “trencito cañero, que rueda por las calles, trencito de mi Valle”. “Las caleñas son como las flores” y “con su caminar me hacen delirar”. “Que todo el mundo te cante. Que todo el mundo te mime”. “Si huele a caña, tabaco y brea”. Y sigan ustedes…
De Cali me gustan los gatos, incluido el de Tejada. Me gusta la librería Atenas. Me gustan las galladas de ‘El atravesado’, los guabalosos e incluso los zumbambicos. Me gustan los Platillos Voladores. Me gustan María del Carmen Huerta, María (la de Isacs) y la Negra Nieves. Me gustan los animales y las causas que defiende mi querida Liliana Ossa Zamorano, según ella suele definirse “misántropa, animalista y vegana”. Me gusta el derroche exuberante de verdes en los múltiples matices que la sola palabra entraña. Me gusta la voz del vendedor de Suavipán que a diario, dando las 6:30 p.m., llega al barrio a pregonar las bondades del producto. Me gusta esa pasión por el cine que se respira de esquina a esquina. Me gusta Caliwood. Me gustan las macetas, el ‘pamcacho’ y las ‘orejas’, aunque aún me cueste asimilar estos dos últimos términos. Me gustan los emúes que habitan el zoológico. Me gusta el crisol de pueblos que es esta tierra. Me gusta Niche y las direcciones que nadie entiende. Me gusta El Peñón. Me gusta La Tertulia. Me gusta la comida vegetariana y las especias de Frutos del Sol.
Lo sigo pensando mientras desde mi ventana contemplo una parte de la “hoy aquí descrita” ciudad. Le hablo al ventilador de frente para que la voz se me robotice. Busco a que venga a visitarme una zarigüeya, un pájaro carpintero o cualquiera de las otras aves que tengo de vecinas. Lo pienso de nuevo y concluyo en tono solemne: Cali es, a mi subjetivo juicio, la ciudad más linda de Colombia. Hasta el otro martes.