Opinión

¿Me lleva por 500?

Así como Buenos Aires tiene ‘bondis’, La Habana ‘guaguas’ y Panamá ‘diablos’, Bogotá cuenta con transmilenios, transmiserias, transmillenos y transmi-otras cosas que no mencionaremos, en consideración a las audiencias castas. Pero antes hubo ‘cebolleros’, ‘dietéticos’, ‘ejecutivos’, ‘lecheros’ e ‘hijueputivos’. Así llamábamos a los buses, busetas, colectivos y demás transportes masivos de antaño, hoy en su mayoría desaparecidos.

Casi todos tenían instalados unos timbres metálicos a alturas apreciables, usualmente durísimos, descompuestos o en corto. La posibilidad de electrocutarse accionándolos estaba siempre latente. Semejantes desperfectos desataban un florilegio de insultos al conductor, quien entretanto exigía a los ‘sobreocupantes’ “echarse pa atrás” y “darle sencillito”. A veces, para que se detuvieran, era perentorio hacer crepitar la carrocería a monedazos o apelar al consabido: “¿me va a llevar hasta su casa?”. “Yo a mi casa no llevo maric*#$/”, replicaba el homofóbico al mando.

Aparte de la mixtura de humores resultantes del hacinamiento y de unas ventanas que por lo vetustas no las abría ni el berraco, buses y busetas disponían de mobiliario y accesorios arquetípicos: un zapatico colgado del retrovisor. Cilindros de peluche que embellecían la barra de cambios con mango transparente y escarabajo verde aprisionado en el extremo. Consolas-altar simétricas. Vitrinas con carritos. Placas aromatizantes con el rótulo de ‘La chica fresita’ y la efigie de una joven con mirada de ‘anime’. Reproducciones en vidrio del rostro de Jesucristo o del Divino Niño. Sillas de copiloto reservadas para damas agraciadas, familiares o ayudantes. Ambientación musical según las predilecciones dictatoriales de quien conducía. Ornamentos, borlas y cortinas.

Los ‘respaldares’ de la silletería exponían la marca ‘Bluebird’, con el clásico logo que evocaba la anatomía de un ave. La pintura terminaba vandalizada. Encima le trazaban grafismos obscenos o declaraciones amorosas tipo: “Yolanda & Néstor”. Infaltables las calcomanías —o stickers ‘que llaman’ ahora—: desde la de Bart Simpson exponiendo sus desvergüenzas hasta aquellas con consignas estilo “si su hija sufre y llora, es por un chofer señora”. Eso sin soslayar las amenazantes: “si sigue timbrando lo sigo llevando” y “de su cultura dependen los machetazos” (la colombianidad en un aforismo); las nepotistas: “todo niño paga, excepto si es del chofer”; las kármikas: “que Dios le conceda el doble de lo que usted me desea”; o las inmencionables… como la parodia coprofágica a Coca-Cola.

Igual que los articulados actuales, buses y busetas propiciaban atropellos. Mentiras consentidas… como la de “no se admiten pasajeros de pie” o la políglota “prohibido fumar” de los forros PARE, gracias a cuya existencia muchos aprendimos a decir “Vietato fumare”. Manifestaciones asquientas de clasismo… como la de no tomar la silla antes ocupada hasta tanto se enfriara. Pero también fueron escenario para dinámicas de confianza… entre éstas la de enviar el dinero de mano en mano cuando uno ingresaba por la puerta trasera o el “¿me lleva por 500?”: economía solidaria en acción.

Los recuerdos explotan imparables mientras me pregunto si algún día estas reflexiones dejarán de ser el cliché que parecen y se convertirán en patrimonio inmaterial extinto o en otro olvido a cuenta nuestra. ¿O cuántos en Bogotá saben lo que fueron una nemesia o una lorencita? El tema amerita más que una columna. Cuanto menos otro gran libro, como el de Pérgolis y Valenzuela. O un buen largometraje, como el de Ciro Durán. De momento me despido. Hasta la próxima esquina. O mejor: hasta el próximo martes.

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