Aunque mi juventud estuvo casi siempre mojada de cerveza, un primer día de enero de 2008 decidí distanciarme de todo exceso alcohólico. Tenía treintaiún años y un historial de beodez iniciado a los catorce y plagado de episodios entre cómicos, bohemios y bochornosos. Mis niveles natos de inseguridad en lo concerniente al género femenino y cierto cuadro ansioso con el que vine de fábrica me empujaron por ese camino que una vez supuse demarcaría toda mi existencia.
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Espero no provocar malentendidos. No soy mojigato, camandulero ni un converso que desaprueba a quienes empuñan algún cóctel con regularidad o a aquellos capaces de ‘empujarse’ media de Antioqueño a las 8 a.m. Pero nunca me permitiría regresar con la intensidad de antaño a esos senderos. Lo dice una leyenda invicta del fondo-blanco. Un cliente VIP de innumerables tiendas en las que expendían pan blando y Costeña “a mil”. Alguien que en sus mejores tiempos se ‘bajaba’ una canasta en tres horas. El mismo que otrora sobrexpuso sus ebriedades en el desaparecido CRAB’s de Bogotá, donde las noches se iban entre rock clásico, amigos, damas con las que flirteaba sin éxito, y soul sacrifices, esta última una mezcla de tequila, cerveza, sal y salsa picante. Me gustaba tanto que solía desayunar con dos vasos rebosantes los domingos y sábados.
Mi memoria almacena momentos memorables experimentados bajo el efecto del licor. Jamás me alinearía del lado de quienes lo satanizan. Pero llegada la tercera década me cambió el organismo. Mi sistema hepático resintió tanta sobrecarga. La talla de mi vientre y el volumen de mis ‘cachetes’ se incrementaron de manera indeseable. Al final, embriagarme me conducía a tránsitos culposos de amnesia o por los senderos inexpugnables del ‘oso retrospectivo’. Las ‘velisalgias’, o guayabos, “que llaman”, se tornaron insufribles. Por demás, vivía enfermo de acidez. Para paliar mis padecimientos gastroesofágicos portaba una botella verde de Mylanta.
Detenerme fue fácil. Ignoro si los dioses se confabularon o si estoy dotado de alguna particular forma de voluntad que la naturaleza optó por concederme a cambio de inteligencia o fortuna material. Pero gracias a lo anterior redescubrí el privilegio perdido de una mañana de sábado sin resaca. También dimensioné cuán habituado me hallaba a vivir en un permanente sopor típico de intoxicación alcohólica.
No soy abstemio. Así como varios falsos vegetarianos “comen pescado a ratos”, eventualmente acepto uno o dos mezcales o me refresco con una cerveza fría, ojalá sin alcohol. Por suerte nunca llegué al punto de no poder vaciar sobre mi gaznate una sola gota del elíxir en cuestión. A cambio llevo una vida más sosegada y menos expuesta al ridículo. Existo y trabajo con menos inconsciencia. Dejé de hacer llamadas de 3 a.m. a amigos, amigas y a mujeres que me gustaban para decirles estupideces de las que al otro día me arrepentía muchísimo. Supongo que mi cuerpo y mi círculo de conocidos lo aprecian. Hoy agradezco haber roto con esta afición, otrora tan fija en mi repertorio diario de rituales. Y en la tibieza propia de quien aún no deslinda el bien del mal, celebro la vida de aquellos que aún beben como caballos en la misma forma en que me alegro de haberme enlistado “en otras filas”. Y les digo a quienes estén pensando en hacer lo mismo: “si yo pude, ustedes también”. Hasta el otro martes.