Corría 2007. Quien redacta esto libraba combates contra lo que denominaremos “crisis de los 30”. Esto era: A. Insatisfacción material y espiritual; B. Intoxicación constante por desmanes con alcohol y somníferos; C. Desempleo e iliquidez resultantes de la pérdida simultánea de cuatro entradas freelance. D. Libidinosidades y desenfrenos propios de la edad. Tenía adormilado el sentido de la responsabilidad y merecía mi destino. La embriaguez y la ansiedad de vivir me mantenían nublado y dificultaban comportarme razonablemente. Resumo: andaba desocupado, con el alma envilecida, desprestigiado, borracho y vaciado.
PUBLICIDAD
Un amigo compasivo me recomendó en un canal de televisión nuevo con sede en Bogotá llamado Body Channel, propiedad de un tal David Murcia Guzmán, entonces héroe nacional. Body Channel se ocupaba de la belleza, con énfasis en la femenina. Me contrataron como guionista para ‘Sexy Music’, programa de videos y entrevistas conducido por una modelo de élite. Nada suscitó sospechas al comienzo, aparte del pago, generoso, en efectivo y los últimos viernes del mes. Mis obligaciones eran visualizar el material e hilar el discurso de la conductora en libretos. Los turnos de madrugada para edición favorecían mi poca afinidad a la interacción laboral.
Al cobrar nos tropezábamos en la fila, interminable, como las del RUT, colegas procedentes de diversos ámbitos creativos y faranduleros, algunos muy prestigiosos. Body Channel funcionaba como ‘escampadero’. Uno agradecía y soslayaba la perplejidad al enterarse de que un medio con semejante nómina sólo entraba en los televisores del canal y de que la señal no era ofrecida por cableoperadores ni salía al aire. Mi existencia transcurrió holgada cuatro meses allí hasta que una secretaria me llamó: “Andrés… ¡mañana tienes polígrafo!”.
Muchos se ofenderían, pero mi morbo fue más y al otro día me presenté enguayabado en una casa del Polo Club para el test. El hombre a cargo, con ‘casting’ de pensionado de la Sijín, me explicó que el procedimiento era rutinario y que la duración dependería de lo inmóvil que yo permaneciera. Quedarme quieto no es mi don y me asusté, ahí, a expensas de él… en una ‘reclinomatic’… extremidades y torso conectados a un manojo de electródos y pinzas. No había, como mis prejuicios esperaban, una aguja calcando cada sobresalto. Todo digital. Tampoco podía ver la pantalla. El caballero comenzó preguntando obviedades, para calibrar la máquina y al ‘examinado’. “¿Usted se llama Andrés?”: “Sí’; “¿Tiene 30 años?”: “Sí”;
Luego se puso indiscreto: “¿Ha consumido drogas?”: “¿Qué entendemos por ‘drogas’, detective?”; “¿Ha robado?”: “Depende de si incluimos ese Choco-ramo que a mis cuatro encontré abierto en el Carulla de Sears…”. Mientras más comprometedor o ambiguo el interrogante, más difícil la quietud y mayor la “piquiña sin poderme rascar”. De ‘asararme’, repetían el cuestionamiento treinta veces. La mayor parte de indagaciones se centró en si yo filtraría datos confidenciales. ‘Nuncamente’, insistí. Abandoné el despacho, agotado y transpirando por litros, a las cuatro horas. Al rato me llamó la directora de contenidos: “tus libretos no funcionaron. Necesitamos a alguien con otro perfil”. Por dignidad o por bruto, no le pedí explicación. Quizá ni ella sabía. Volví al despeñadero. El polígrafo acertó. Soy delator. Los grafómanos escribimos de más, a veces años después. No me perdonaría morirme sin contarlo. Y si me forzara a evitarlo, también moriría. Escribir historias nos mantiene vivos… ¡a las historias y a nosotros! Así derroté al polígrafo, que de historias no entiende. Hasta el otro martes.