Fue la única vez en la que Bilardo se declaró perdedor. Es que el técnico, que como jugador fue más bien discreto en técnica -contaba alguna vez el doctor que cuando defendía como futbolista los colores del Deportivo Español hacía a diario un concurso con su compañero Roberto Saporiti para ver cuál de los dos le pegaba peor a la pelota-, era un adelantado en eso de presagiar los problemas tácticos y en anticiparse a las posibles estrategias extrafutbolísticas que podían afectarlo a él y a sus dirigidos.
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Pero alguna vez el doctor perdió. Y no solamente una vez: fueron dos veces y ocurrió acá en Colombia, país que lo recibió de gran forma cuando fue anunciado como nuevo entrenador del Deportivo Cali, club con el que pudo alcanzar la final de la Copa Libertadores de 1978. Pero antes de que instalara a los verdes en lo más alto de América -hay que recordar que Colombia nunca había colado un club en la gran final de ese torneo- se dio cuenta que, aunque él era el rey de la viveza, había otros que parecían ser más astutos que él.
A su llegada a Cali, de acuerdo con el libro Doctor y campeón que escribieron Bilardo y Luciano Wernicke y que cuenta su vida de forma muy agradable, el DT dio una charla de bienvenida a sus dirigidos y se puso a trabajar. Como es lógico, los jugadores aceptaron su llegada pero le hicieron una petición especial: que el último día de la semana hábil les permitiera irse más temprano de los predios del club, porque la costumbre del “viernes cultural” era muy arraigada en el país. Y Bilardo abrió los ojos casi sin entender el grado de evolución de nuestros jugadores porque esa expresión, la del viernes cultural, lo remitió a imaginarios impresionantemente cándidos: suponía el entrenador que los jugadores le daban ese rótulo a los viernes porque, seguramente, se iban a leer en grupos los clásicos de la literatura universal y los que no comulgaban con la lectura, probablemente era porque tenían listos los boletos para ir con sus parejas a la ópera. Pobre Bilardo cuando se enteró del verdadero significado de los “viernes culturales”.
Y en ese ámbito de rumba en la capital vallecaucana, el argentino debía hacer milagros para disciplinar a una parte de sus dirigidos, en especial a Henry Caicedo, apodado ‘La Mosca’, uno de los zagueros más técnicos y versátiles que haya parido nuestro fútbol, pero adicto a la noche, a escaparse de las concentraciones y a muchas cosas más que terminaron frenando su carrera. El DT, un obsesionado con la disciplina y que hacía visitas nocturnas sorpresivas a las casas de los jugadores para ver si en efecto se encontraban durmiendo en sus domicilios y descansando antes de un duelo de importancia, recibió a su arribo a Cali un vehículo con el fin de poderse transportar con independencia. Alex Gorayeb, presidente del club verdiblanco, le dio un Simca 1000, aquel carro francés con el motor en la parte trasera, objeto de deseo para los adolescentes por su potente pique y talismán de los mecánicos, que se sentían felices al ver que varios de esos automóviles visitaban frecuentemente sus predios.
Lo cierto es que Bilardo recibió aquel Simca recién salido del concesionario: olía a nuevo en cada una de sus esquinas y en el tablero estaba reluciente la cifra de 0 kilómetros. Gorayeb le dio el carro y le dijo que era de él, que hiciera con él lo que quisiera.
Pasó un año y Bilardo fue hasta la oficina de Gorayeb a devolverle el dichoso Simca. Cuando Gorayeb bajó vio que el carro que hace un año era reluciente, parecía casi que una chatarra. Vio el contador de kilómetros y la cifra llegaba a los cien mil recorridos. ¡Una locura en apenas 365 días! La respuesta del doctor fue inolvidable: “Alex, recorrí 1000 kilómetros en vueltas personales y transportándome por la ciudad”.
Gorayeb de inmediato replicó: “¿Y los 99 mil kilómetros restantes, Carlos?”.
Bilardo contestó: “¿Los 99 mil restantes? ¡Buscando a ‘La Mosca’!”.