Por abundar en obstáculos geográficos, hasta mediados del siglo XIX los territorios correspondientes al Valle de Cocora permanecían sin habitar. Enclavados en predios de Salento, municipio multicolor adornado por los infaltables camperos Willis, enmarcado entre montañas y palmas de cera y en cuya plaza expenden buen patacón con hogao, guarapo, estupendo café, empanadas de cambray y demás ‘suculencias’, aquel entorno constituye una maravilla digna de atesorar.
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Salento surgió como consecuencia del Camino Real del Quindío, obra infraestructural de la Colonia que permitió viajes accidentados y largos, en este caso desde Bogotá hasta Ibagué y desde Ibagué hasta Cartago, ya fuera en mula, caminando o sobre cargueros. En 1842 fue establecida allí una reclusión que, dadas las condiciones tan agrestes, disuadiera a los reos de cualquier intentona de escapatoria y los aprovechara en el mantenimiento de ese tramo del sendero, el peor, plagado de precipicios, derrumbes, alimañas, serpientes, tormentas y peligros. Al presidio —conocido como el de Boquía y localizado en la intersección del río Quindío y la quebrada que lleva ese nombre— lo apodaron “una selva dentro de la selva”.
Fue allí donde en 1801 Humboldt dejaría registrada para la ciencia aquella especie de palma a la que bautizó Ceroxylon quindiuense o ‘de cera’, árbol nacional. El tiempo trajo aventureros, guaqueros, campesinos, nuevos pueblos y colonos, acontecimientos inmortalizados con el famoso monumento al hacha de Roberto Henao Buriticá, que en su contexto y momento representó una oda escultórica al heroísmo, pero que de ser cincelada hoy desataría polémicas por celebrar la deforestación.
Lo que sigue son grandezas: un singular proceso de urbanización, la llamada ‘ciudad milagro’, la eclosión de una raza cuya excepcional gentileza no riñe con su altísimo sentido de la dignidad, una historia sustentada a fuerza de guadua, fortaleza y caficultura, la exaltación del Quindío a departamento y su consolidación como lo que hoy es… una joya poblada por alguna de la gente más cálida, trabajadora y solidaria que uno pueda imaginarse y bendecida por paisajes sobrecogedores que alivian el espíritu. Lo dice un quindiano de sangre y corazón. Quienes se resistan a creerlo, bien pueden ‘googlear’ videos y fotografías o, todavía mejor, visitar el paraíso en cuestión, para así experimentar en alma propia la magnificencia circundante.
De unos años a hoy la industria minera ha querido posar sus garras destructoras sobre Salento. Y no propiamente para promover el ecoturismo. Hay yacimientos auríferos cercanos e intenciones de ‘monetizarlos’. El pasado febrero, el consejo municipal y la comunidad suscribieron un acuerdo en torno a si deseaban o no que tales actividades tuvieran lugar. El pronunciamiento fue mayoritario y sensato: los salentunos se rehúsan a la megaminería.
Como fuera, y amparados en leguleyadas discordantes con la salud del planeta, la gobernación del Quindío demandó esta medida por ‘inconstitucional’. Anuente con la infamia en curso, el Tribunal Administrativo departamental acaba de declarar que, en efecto, determinaciones como la anterior no pueden ser definidas por la comunidad ni mediante acuerdos populares. Quedan, pues, Salento y el ecosistema en derredor a expensas de codicias corporativas. Surgen, entonces, preguntas con tinte de quejas… ¿cabe sacrificar un santuario verde a cambio de determinada cuantía económica, quizá significativa, aunque perecedera? ¿Se justifica estropear un irrecuperable recurso natural y desconocer los reclamos de quienes pugnan por defenderlo para satisfacer la angurria de algunos? Me parece que no. Hasta el otro martes.