Opinión

Honda

Vine de Honda y me traje un viejo riel de unos centímetros, amputado con soplete al ferrocarril del Magdalena. Aclaro que ya lo habían mutilado de antemano. Aprendí que al Río Grande lo llaman ‘el Magolo’. Se adhirió a mis oídos el rumor de unas aguas color chocolate que aquí siguen cantándome. Anduve una plaza verde desteñida que más que plaza parece panteón. Entendí la diferencia entre ‘calor húmedo’ y ‘calor seco’. Contemplé al sol pavonearse entre verdores, aunque a la vez oí y vi llover. Aprendí palabras, gentilicios y nombres: Arrancaplumas, bulteador, brasero, bichero, cóngolo, despensero, ‘bogondano’ (a saber… aquel bogotano convertido en hondano, o aquel hondano en bogotano, por adopción).

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Divisé casas de múltiples tonos y perseguí las huellas de un sinnúmero de tiempos. Viciado de nostalgias, imaginé a Europa surcando el cauce, del Caribe a los Andes. También a los pueblos del centro saltando a la mar a través del Yuma, el Huaca-Yo, el Arli, el Karihuaña, el Caripuña o el Karacalí, todos rótulos distintos para un mismo coloso. Experimenté el delirio de Humboldt y Mutis. Caminé puentes: “San Francisco Bridge Co, 1898”. Divisé piedras. Sentí el ritmo de las gentes, sin atafagos y contemplativas, contrastante con los vicios capitalinos.

Me encandilé con esa luz única que hace a la albahaca crecer. Fui capitán de vapor en el Museo del Magdalena. Vi vecindarios levantados al borde del trazado férreo y me pregunté cuántos años hará desde cuando no volvió a transitar una locomotora. Oí historias de pescadores, subiendas y espantos. Supe de canoas, champanes, piraguas, hidroaviones y lanchas. Pensé en los antepasados de las mayorías de quienes habitamos los Andes colombianos, buscándose un destino y espantando mosquitos, en su travesía por el río hace dos, tres, cuatro o hasta cinco siglos. Me figuré a quienes dominaban la ronda en eras prehispánicas y a los que vinieron de África para remarlo a contracorriente. Me enseñaron que, tal vez, Honda no es la Cartagena de los Andes sino Cartagena la Honda del Caribe. Encontré refugio en la Casa del Río, un tesoro republicano empapelado de libros y magia. Saboreé la hospitalidad de una soda con limón. Me embriagué de aquella exuberancia sólo posible en los puertos. Lo anterior gracias a la generosidad del Centro Cultural Honda del Banco de la República y a la oportuna agenda que los quijotes tras esa iniciativa han venido generando durante tiempos recientes en relación con el Magdalena y su importancia como eje vital y de cultura.

Tras las impresiones, me sobrevinieron los interrogantes… ¿No ha sido, quizá, esta Colombia miope, sumida en su entramado de carreteras, diésel, hidroeléctricas, minerías, contaminantes y absurdos infraestructurales, la culpable de lo poco que hoy el Magolo representa para las mayorías? ¿Sería tal vez más justo corresponder con devoción tanta generosidad del Magdalena al concentrar en sus vecindades el 80% de eso a lo que los economistas denominan producto interno bruto? ¿Habrá delirio en imaginar un regreso a ese viejo y nunca concluido país de trenes y ríos, tan anhelado en el siglo XIX, como grandes ejes que al fin conecten aquello para nuestra subdesarrollada desdicha todavía desarticulado y manchado con vestigios de violencias ancestrales y recientes? ¿Por qué pareciéramos condenados a conjugar nuestras glorias en pasado? ¿O, más bien, resultará preferible ahorrarnos reflexiones como las presentes y no andar hablando de más sobre las bondades de Honda, no vaya a ser que se nos ‘gentrifique’ y ‘ponga cara’? Y lo más desconcertante… ¿cómo es posible que aún hoy tantos colombianos se priven de visitar semejante tesoro hecho ciudad o que incluso lo desconozcan? ¡Hasta el otro martes!

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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