Ha sido la única vez que he entrado gratis –como aficionado– a un partido de fútbol profesional. La adolescencia, que imponía retos que aún hoy son complejos de sortear como los de bailar de manera adecuada y que traía consigo el temor de que la mujer soñada huyera a velocidades de guepardo por cuenta de mis manos frías, pero sudorosas en medio de un merengue de Juan Luis Guerra y 4.40, me hizo volcar muchos esfuerzos vitales hacia el fútbol.
PUBLICIDAD
Algún amigo me llamó un sábado para invitarme a una fiesta y conocidos esos problemas expuestos anteriormente, sumado a un naciente grano en medio de las cejas, me hicieron pensar más de una vez en la posibilidad de asistir. Como que no me sentía tan fuerte mentalmente como para lidiar con tanta vaina y además en Bogotá –una excusa que es muy de los que nacemos en este lugar– estaba cayendo un diluvio como pocas veces, así que el aguacero fue el motivo perfecto para bajarle el pulgar al compromiso.
Desde el jueves mi mente había estado ocupada en otra cosa, no porque no quisiera ir a la dichosa fiesta, sino porque mis vergüenzas juveniles me hacían sentirme juzgado. Me había enterado por cuenta de la voz de Toño Cortés en la radio que habría fútbol en el estadio Alfonso López, de la Universidad Nacional, porque ya estaba jugándose la naciente Copa Concasa, inaugurada en 1991 y que tuvo como primer campeón al Envigado. En 1992 por fin habría ascenso y descenso. El partido que anunció el buen Toño fue Cóndor-Alianza Llanos.
Cogí la buseta 98A, que hacía un culebreo incesante por la carrera 15, luego la 11 y luego bajaba por la 57 a tomar la 30 para después seguir hacia la avenida de las Américas. Esa era la ruta que me dejaría cerca de la Universidad Nacional. Mientras la lluvia repiqueteaba en el vidrio de la ventana, yo había oído que en la primera B había futbolistas de valor: Carrió, un enganche argentino que había estado en Gimnasia y que pertenecía a Cóndor; Mayid Arias, un delantero llanero de buen rendimiento; dos jóvenes que hacían parte del Dinastía FC y que se llamaban Juan Carlos Henao y David Hernández –luego mundialmente conocido como ‘la Cachaza’– y un portero que, de acuerdo a la leyenda, era infranqueable: Asdrúbal ‘la Araña’ Martínez. Era el dueño del arco de aquel Alianza Llanos que iba a ver ese día de lluvia.
Fue 0-0 un poco por las atajadas de ‘la Araña’, que vestía pantalón largo, como el uruguayo Eduardo Pereira, y que al volar por los aires movía su frondosa melena. Y también porque César Velasco, arquero del Cóndor, le detuvo un penal a la ‘Fiera’. Los hinchas llaneros aplaudieron a su equipo y vivaron a ‘la Araña’, que hizo pagar la boleta (por usar la expresión porque la entrada era gratuita). Martínez estuvo mucho rato en ese club, en el Alianza Llanos, –el equipo predecesor de Centauros y Llaneros– pero no se quedó con las ganas de probar el sabor de la A porque anduvo en el Medellín como suplente y en el Huila.
Hace poco volví a tener noticias de ‘la Araña’: un cáncer de piel le hizo perder una pierna y está necesitando una prótesis. Si usted quiere apoyar la causa, llame al 3134470333 que el gran Asdrúbal sabrá agradecerle su generosidad.