Opinión

El plagio en tiempos de Google

Las acusaciones y exculpaciones abundan: que el individuo o la ‘individua’ se adueñaron de ideas ajenas en obras o textos propios. Que la una o el otro incurrieron en el antiético uso del ‘copy-paste’ o el descarado remedo dentro de algún documento periodístico, artístico, sonoro, audiovisual o académico. Que se trató de un malentendido o una ligereza menor, sin intención criminal alguna.

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Le ocurrió años atrás a una reconocida feminista, a quien se le comprobaron párrafos enteros en monografías universitarias y columnas de prensa idénticos a textos ajenos, no entrecomillados ni atribuidos a sus autores. También, hace pocos días, a una figura de redes, derechista a ultranza, cuyo más reciente panfleto contiene lo que parecerían también copias, con ligerísimas variaciones, de frases ya existentes, rastreables a un ‘googleo’ de distancia.

Entendemos por plagio la “copia sustancial de obras ajenas” dándolas como propias. Lo dice la RAE. No yo. El asunto amerita reflexiones. Primero: porque, por un lado y en lo concerniente a material escrito, en estos tiempos de conocimientos compartidos y creative commons resulta probable que dos humanos piensen lo mismo en simultánea y a la distancia, o que en su desmemoria y con tanta información uno termine por creer propio un razonamiento ajeno y opte por auto-atribuírselo. Pero, por el otro, también existen casos que evidencian, cuanto menos, el feo vicio del ‘copiar-pegar’ descarado y de la ‘no cita’ deliberada. Los tiempos van cambiando: porque una cosa era mecanografiar directamente de la Enciclopedia Salvat con destino al trabajo escolar, pero otra bastante distinta es emplear un medio serio y valerse de la investidura de comunicador u ‘opinador’ para tales fechorías.

Cuando se habla de plagiarios, surgen posiciones diversas. Algunas de corte exculpatorio y otras incriminatorias… ¿reviste sentido siquiera arriesgarse a hacerlo en estas épocas? ¿No conocerán el entrecomillado o el ‘derecho de cita’ quienes incurren en tan deplorado acto? ¿Subestimarán acaso a sus lectores los plagiarios o, todavía peor, verán con desprecio la omnipotencia delatora del dios Google, para quien no hay nada oculto? ¿No sabrán acaso que son iguales a impostores y que con cada imprudencia de este tipo van renunciando a la credibilidad, mayor, si no único patrimonio real de toda figura pública? ¿Ignorarán el arte del parafraseo? ¿No les avergonzará hacer méritos con ideas ajenas? ¿Será acaso cuestión de mero descuido o desconocimiento, lo que en ningún modo le restaría gravedad al error? ¿Merecerán los plagiarios el calificativo de deshonestos o, más bien, el de idiotas o el de ingenuos?

Por estos andurriales el plagio pareciera constituir una costumbre socialmente aplaudida. Plagio, o por lo menos ‘teatro emocional publicitario éticamente discutible’ –se haya pagado o no franquicia por el uso del concepto– fue lo que cometió cierto candidato, hoy presidente, al aparecer en una pieza audiovisual de campaña redactando una carta para sus hijos, muy similar a la escrita por un candidato español hace algunos años. Plagio es aquello en lo que voluntaria o inconscientemente incurrieron las dos periodistas de los ejemplos citados. Dentro de un país con mínimo rigor, semejantes ligerezas habrían acabado carreras. Pero aquí todo se soslaya. Entendible en una tierra donde hasta el primer mandatario constituye en sí mismo un plagio ideológico de su padrino, y en la que nuestra poca rigurosidad constituye el único rubro en el que somos rigurosos. Hasta el otro martes.

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