Es la historia de cada uno y en cada hogar hay una situación distinta. Todas, por demás, son válidas. Todas tienen un sentido al son del tener que lidiar con el día a día que nos impone la vida. En todos los casos hay que movilizarse, cumplir responsabilidades individuales y otras que van de la mano de hijos y padres. Y sí, también está la parte institucional, está esa responsabilidad que les dimos con un voto a los gobernantes de turno para que todo nuestro entorno, nuestra calidad de vida, fuera mejor. Y es al ritmo de todo esto que respiramos, es al son de esta situación, que se viene repitiendo año tras año, contingencia tras contingencia, que cada bocanada de aire nos contamina más, sin respeto de nada o de nadie.
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Contingencia denota urgencia, pero se remite, según la RAE, a la posibilidad de que algo suceda o no. Y es así que, con la llegada de marzo y el ocaso de febrero, la palabra contingencia se lee más, nos alborota la retina, nos hace cuidar la respiración y nos hace indignarnos por lo que vemos en el firmamento de esta bella Medellín. No sobra decir que Bogotá este año estrenó, para desgracia de sus habitantes, esa situación llamada contingencia ambiental.
Y ya en el plano de lo ambiental, contingencia, según varias definiciones encontradas en Google, se refiere al “conjunto de medidas que se aplican cuando se presenta un episodio de contaminación severa, durante el cual las concentraciones de ozono o de partículas suspendidas alcanzan niveles que ponen en riesgo la salud de la población en general y producen efectos adversos en los grupos sensibles como niños, adultos mayores, personas con enfermedades respiratorias o cardiovasculares”.
Llega también el reporte de las entidades que a diario, una, dos, tres o cuatro veces, monitorean la calidad del aire en diferentes zonas de la ciudad. El color verde es un tesoro escaso que poco se ve. La costumbre es el amarillo. La situación es jodida con el naranja y el rojo es lo que hoy se trata de evitar por medio de la contingencia.
Aparecen las acciones, los pico y placa ambientales, las medidas para la industria, los llamados a dejar el carro, a usar más el transporte público, a usar el teletrabajo, en fin, un menú ya conocido y tibio por demás. Tibio porque cada año es lo mismo y el ideal es que esto cambie.
Vivo en una ciudad, Medellín, que es pionera en transporte. Acá hay metro, cinco metrocables, un buen Metroplús, buses eléctricos, renovación de un amplio sector (esto en proceso lento) del parque automotor, hay de todo. Y la cosa es que no es suficiente. En medio de la contingencia todo lo anterior se desborda, incluso al borde del colapso.
Y salgo a la calle. Sin la necesidad de tener a la mano las cifras oficiales que siempre sacan a la hora de responder las preguntas sobre qué se hace. Y salgo con la visión de un ciudadano que va de acá para allá y veo volquetas, buses, motos, carros, empresas, muchos al son de la chimenea, de ese humo fétido que siento que me quiere violar los pulmones y mi integridad.
Y la queja va y viene. Todos nos quejamos. Incluso esta columna es una queja. Y la queja es válida, tan válida como la reflexión que indica qué diablos estoy haciendo desde mi condición de ciudadano para mejorar este rollo. Y qué diablos debe hacer de manera más radical la administración para que esta palabra contingencia no sea parte del paisaje.
Esto, esto es de todos. Es un trabajo en equipo. Es el bien común por encima del bien individual. Porque todos respiramos, porque todos, poco a poco, nos estamos intoxicando. ¿Hasta cuándo?