Colombia ha cambiado desde cuando éramos unos impúberes. Antes no había más que asombros y folclorismos. Hoy tampoco hay más que asombros y folclorismos, solo que ‘hipsterizados’, 3.0 y tecnócratas. Como ejemplo un incidente pasado. Muchos ni estarían vivos para ser testigos de cuando a mediados de los 80 la televisión nacional dio amplio despliegue y transmisión especial, con panel de expertos incluido, a la aparición del actor Frank Ramírez en Riptide, seriado norteamericano.
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Eran, repito, tiempos distintos. De un provincialismo cándido y cercano a la ridiculez. Cuando ganar una etapa de la Vuelta a España ya ameritaba teleconferencia vía microondas entre el campeón y el primer mandatario. Cuando ver a Claudia de Colombia haciendo coros en la última fila del Cantaré, cantarás daba para Cruz de Boyacá. Cuando salir mal retratados en Superman III llenaba edición especial de la revista Toma 7. Cuando ser tercera princesa en Miss Universo suscitaba jolgorio.
Por eso nos obsesionaba el chisme aquel de que Prince –no Miguel Augusto, el zaguero azul, sino el geniecillo de Minneapolis– provenía de madre caleña, y convulsionábamos ante el arribo de cualquier figura pública extranjera a estos latifundios andinos. Y la cobijábamos de ‘sobaduras de chaqueta’, en una muestra de hospitalidad lindante con la lagartería, el ‘cepillismo’ y el acoso, al mejor estilo del Embajador de la India.
Tres décadas después, muchas compatriotas y muchos ‘compatriotos’ han dado motivo de orgullo y presencia global a esta sufrida nación. Nos hemos ido acostumbrando. Sin entrar en consideraciones cualitativas, hay verdades incuestionables: si en 1989 alguien nos hubiera dicho que Shakira iba a ser estrella del pop mundial o que un tal Maluma grabaría junto con Madonna, de seguro nos habríamos mofado. En ámbitos algo más serios, figuras como las de Catalina Sandino o Ciro Guerra han colonizado escenarios antes vedados.
De ahí que cada vez nos admiremos menos. Miren no más el caso de las tías caleñas a quienes el portentoso Rami Malek –ganador del Óscar por su caracterización de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody– aludió en una entrevista que circula por ahí. Si alguien aún no está enterado, ello se debe, precisamente, a cuán poco nos interesan ya esas cosas. De haber ocurrido lo mismo hace dos decenios, de seguro el presidente habría declarado estado de conmoción nacional y a Malek ciudadano honorífico. ¡Abundarían las especulaciones!: ¿será que Rami Malek conoce el Chocoramo, el herpo y el BonIce? ¿Habrá celebrado la presea con un ‘cuarto’ de Antioqueño? ¿Le gustarán el tamal y la bandeja paisa?
En otras épocas Jet-set ya habría desenterrado a las tales tías para “sacarlas en portada” hablando de cuánto gustaba Rami de los tamales espinalunos, de los cholados jamundeños o de las achiras altamireñas. ¡Pero ya no! Y así voy diluyéndome, entre ‘farandulerías’, irrelevancias, e interrogándome sobre si en efecto somos tan distintos. Luego recapacito. Recuerdo que habitamos una tierra aún inmersa en el colombianísimo “¡qué dirán de nosotros por allá!” y atribulada por lo que pensaron Donald y Melania del vestido de María Juliana. Pienso en este plano de transitoriedades e infamias que cambian y se olvidan con cada día que transcurre. Entonces, me siento como en aquella Colombia de otrora, me tranquilizo y vuelvo a sonreír, preguntándome en dónde demonios andarán las tías de Rami. Hasta el otro martes.