Opinión

Cultura violenta

El pasado 17 de enero, hacia las 9:30 de la mañana, un vehículo explotó en la Escuela de Cadetes de Policía. El manejo que los medios de comunicación han dado a la noticia muestra, al menos cuatro aspectos, de los que los estudios de la cultura contemporánea, han venido criticando:

En primer lugar, está claro que no se puede minimizar el dolor de las familias que han perdido algún ser querido en esta tragedia. El acento es mayor, porque se trata de jóvenes; hermanos, hijos, en fin, la materialización de las esperanzas del hogar que cada uno representa. Cuando este dolor se lleva a la representación mediática, la sobreexaltación de cada víctima termina por banalizar la pérdida individual, saturando al público de tal manera, que el acontecimiento, en sí mismo, se va vaciando de sentido. En últimas, se hace necesario relacionar el atentado con otros eventos nacionales: corrupción política, negociaciones con delincuentes, asesinatos sitemáticos de ciertos grupos de ciudadanos, obras públicas deficientes, para redireccionar la empatía del público; desafortunadamente, la polarización en la que vive Colombia, hace que todo evento deba ser comprendido des la relativización ideológica personal; sin importar cuántas vueltas sea necesario dar a un asunto, debe plantearse como un absoluto, lo que no es más qeue una opinión.

La segunda inexactitud es afirmar que la Escuela de Cadetes de Policía puede o no ser considerada un objetivo válido en un esquema de guerra. Si bien es cierto que quieres se alojan y estudian en el lugar no son todavía oficiales de la Policía Nacional, también es correcto entender que su ingreso, su aspiración voluntaria al vincularse a la misma, implica la posiblilidad de participar efectivamente en el conflicto armado del país. Para la Escuela de Soldados Profesionales, un objetivo militar es todo aquello que por su naturaleza, ubicación, finalidad o utilización representa una amenaza y hacia la cual se realizan operaciones militares buscando su desarticulación. Esa misma institución, en su página web, aclara los principios que han de tenerse en cuenta, a la hora de atacar un objetivo militar; a saber, distinción, proporcionalidad, humanidad, limitación, no reciprocidad y precauciones en el ataque. Habría que ver, si dentro de los indicadores del Derecho Internacional Humanitaria, se trasgredieron; si se atacó una instalación de la Policía o un centro educativo.

Desde la lógica de la ciencia política, quien escoge una forma de vida, también puede decidir la forma en que va a morir, en palabras del Evangelio: “el que a hierro mata, a hierro muere.” Hay que promover todo un simulacro de indignación nacional, que obligue incluso a que las masas empobrecidas, víctimas preferentes de los abusos policiales, se muestren afectas hacia sus agresosres sistemáticos: estudiantes, motociclistas, docentes, campesinos, conductores de servicio público, vendedores ambulantes, entre otros, son manipulados por el ejercicio de victimización mediática.

El tercer cuestionamiento surge en torno a la condiciones de empleo para los jóvenes en Colombia. Entre todos lo comentarios alrededor del desafortunado episodio, ha permeado el ambiente, que los jóvenes que estudian para ser oficiales de la Policía, no lo hacen necesariamente por cumplir con la vocación propia de ese trabajo; sino que es una, entre muy pocas, maneras de asegurar estabilidad laboral y prestacional, en un país cuya economía camina decidida a la informalización generalizada del trabajo. Las opciones laborales resultan tan escasas e inseguras que el ingreso a la Fuerza Pública se posiciona como una opción válida, incluso aventajando a otras como la docencia o la carrera diplomática; la primera, porque a escasos salarios, se suman la mercantilización de la educación y la subordinación sistemática del docente; la segunda, porque se ha convertido en la moneda de la politiquería. El diseño anual del presupuesto nacional muestra que el estudio como condición para el ascenso social, resulta cada vez menos realista, en un país que cada vez ocupa una porción mayor de sus ingresos en la guerra, mientras relativiza la Constitución y mercantiliza los Derechos Humanos.

Por último, el ataque en sí mismo no tiene ningún sentido. Sólo se ha podido instrumentalizar para suspender las conversaciones con el grupo guerrillero que se lo atribuyó. Los análisis se desplazaron de las diferentes valoraciones en conspiraciones mayores; a dejar claro que el país continúa en guerra, demostrando que los acuerdos de paz no son viables por la atrocidad de la guerra, la barbarie de los combatientes y la inmadurez del pueblo. En fin, una cultura violenta.

Cuando parecía que el país debía empezar a construir realidades diferentes para sus ciudadanos, la guerra se posiciona nuevamente en el mercado, ubicando al miedo en el lugar que le corresponde. Nadie puede escapar de sí mismo. Cada colombiano ha crecido en y para la guerra.

Por: Julio Andrés Arévalo, docente

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