No quiero amargarlos, pero el año arranca con noticias ‘desventurosas’. Para la muestra, una local. Mientras 2018 daba sus pataleos finales, televisión, redes, radio y prensa anunciaron la venidera demolición de otro coloso capitalino. El establecimiento, llamado Pozzetto, fundado en 1973 por Gino Surace y situado en el 61-24 de la carrera Séptima, lleva casi cinco decenios ofreciendo platillos italianos.
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Su pico de celebridad tuvo ocasión a propósito de la masacre acontecida en diciembre 4 de 1986, cuando un veterano de Vietnam, afligido por desequilibrios y de nombre Campo Elías Delgado, encontró oportuno visitarlo, engullir una ración de spaghetti boloñesa, apurar cuatro vodkas en zumo cítrico, saldar la cuenta y luego, a manera de postre, ultimar a veintinueve comensales, herir a quince más y, para rematar, según relatan, autoinmolarse. Ello después de haber asesinado a una alumna suya y de encender una hoguera con su progenitora como combustible.
Ahora, acaso gracias a aquella voracidad inherente a la mayoría de seudourbanizadores que carentes de pudor y con falsos ropajes de progreso babean ante cuanta casa aún esté sin desplomarse, la mencionada edificación, que sobrevivió al tiroteo, pero no a la angurria de los buitres, habrá de ser derribada para levantar un edificio. Probablemente sus propietarios sucumbieron ante una estupenda oferta.
¡Lamentabilísimo! Y no solo porque Pozzetto constituya “un pedacito de los 70 en la Bogotá del siglo XXI” o por sus nexos con el insuceso. Tampoco por la buena espinaca al burro ni por las pizzas del ‘restorán’ que, aunque algo costosas, son suculentas. Mucho menos por la Clavinova que junto a gobelinos, mobiliario y empleados antañones, añade deliciosas notas de anacronismo al contorno.
Es, más bien, por una certeza triste y vergonzosa: en un país y una ciudad tan dados a exaltar el carácter ‘berraco’ de sus gentes en cuestión de emprendimientos y turismo, lo mínimo habría sido obrar con mística y ‘olfato comercial’. Mucho más sensato –y perdonarán los hipersensibles que no entienden de ironías– ver a inversionistas osados sumando capitales y talentos para la erección de un complejo hotelero-temático en aquel predio, al estilo Casa del Terror, Planet Hollywood, Parque del Café, Panaca o EuroDisney, con la tragedia del 86 como eje.
Fácil habría sido enganchar a alguna ONG interesada en ‘hacer pedagogía’ con las secuelas de guerra y urgida de “ejecutar recursos”. Al final, un acontecimiento tan relevante, inspirador de largometrajes, libros, ensayos criminalísticos y demás documentos, ameritaría mentes visionarias. ¿No?
Imperdonable dilapidar una marca tan posicionada, cuando bien habría sido factible llevar a la práctica el para muchos familiar concepto de ‘Campo Elías, carnes frías’ y así refrendar la reputación de Colombia como semillero de psicópatas. Nos referimos a un recinto recreativo englobado bajo el paraguas de ‘The Campo Elías Experience’ o a cualquier otra de las múltiples iniciativas posibles, distintas a un vil y estúpido derribo. Allí podría expenderse memorabilia, platos temáticos, souvenirs y mercancía autorizada, siempre referente a la catástrofe. Sin dudarlo… ¡un negocio brillante y ‘franquiciable’!
Para quienes hayan encontrado indignantes los anteriores planteamientos, una reflexión, esta sí seria: ¡cuánto bien le haría a Bogotá que tanto ciudadano ofendido con delirios como los aquí expuestos destinara su cólera mal encauzada a proteger dichos símbolos! Pero por estos andurriales siempre preferiremos hacer de cada monumento un parqueadero más y de cada conciudadano un nuevo enemigo. ¡Nos leemos!