El domingo falleció Chiquetete. A la pregunta desatada entre los desinformados con respecto al consabido: “¿y quién era ese man?”, prefiero responder cantando: “Esta cobardía de mi amor por ella / hace que la vea igual que una estrella / tan lejos, tan lejos, en la inmensidad / que no espero nunca poderla alcanzar”.
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Quienes compartan mi edad o la superen, habiten estas tierras y alberguen alguna relación con la llamada ‘balada pop hispanoamericana’ de seguro lo conocerán. Para quienes no, ahí están Google, YouTube y Wikipedia. Si bien nunca gusté de la pieza en mención ni del falsete en re menor venido de labios del intérprete flamenco aquel, su partida, quién lo diría, sigue doliéndome. Así pues, para que las presentes palabras no terminen reducidas a una de aquellas semblanzas necrológicas de espíritu lastimero que por tradición sobreabundan en temporadas decembrinas, intentaré justificar mi ánimo melancólico en las líneas siguientes.
Pienso en el susodicho artista y evoco automáticamente el sinnúmero de difuntos que noviembre y diciembre suelen acarrear consigo. A aquellos que por irrevocable disposición del dios tiempo parten cuando cada año agoniza, y a esas celebridades de mi temprana infancia que con mis contemporáneos hemos visto perecer. Mis cuentas los dan por decenas, aunque quizá sean centenares. Para la muestra casos recientes: Missi, de cuya pérdida aún el país no se repone, pese al épico final de fantasía que el destino preparó para esta leyenda de la música en Colombia. También Belisario Betancur, primer presidente colombiano de cuya campaña y posterior elección tengo memorias claras, a quien siempre le reprocharé el exabrupto de haber declinado la ya adjudicada sede de un Mundial para Colombia, priorizar el metro de Medellín por encima del de Bogotá y, sobre todo, la masacre de aquel noviembre del 85.
Pero lo lloré. Y lo lloré por una razón tan sentimentaloide como válida: se trataba, después de todo, del único presidente ochentero aún vivo, lo que constituye una advertencia en forma de bofetada generacional dirigida a los que hoy bordeamos la cuarentena: nos estamos quedando sin padres y sin abuelos, y, lo que es peor, no se vislumbra opción alguna de relevo. Dicho de manera diferente: se nos siguen muriendo los inmortales. Angustia pensar que en mis tiempos el presidente de Colombia tenía la edad de mi abuelito y me inspiraba respeto, mientras que ahora es solo un mes menor que yo y me inspira indignación. Pero esa es otra historia.
Incurro, entonces, en la cruel dinámica de confrontarme frente al espejo. Desde el pináculo melancólico de mi mediana edad no puedo evitar condolerme de aquel mundo de la infancia, hoy en pleno derrumbamiento ante nuestros ojos impotentes. Medito acerca de lo poco preparados que estamos para convertirnos en los adultos del planeta quienes despertamos a la vida en los setenta. Intento, entonces, consolarme reflexionando sobre las leyes naturales y el absurdo de recibirlas con berrinches. Me embarga enseguida una rara sensación de desamparo y orfandad, al verme destronado en siglo ajeno y enganchado a unos referentes que en breve no serán más que cenizas. Miro otra vez al firmamento en busca de alguna esperanza cliché para aferrarme, pero solo encuentro el silencio solemne que en su elocuencia me lo confirma: a toda novedad le llega su anacronismo. Hasta el otro año.