Opinión

Marchando

Las protestas estudiantiles son de esas cosas en las que todo el mundo tiene razón, pero nadie tiene la razón porque cada punto de vista es válido; válido, pero incompleto. Es un problema tan grande que no sabe uno por dónde empezar a desenredarlo y va más allá de lo que el ojo y los noticieros captan. No se trata solamente de un grupo de estudiantes (o de vándalos o de infiltrados, como mejor se acomode a su versión de los hechos) sacudiendo la ciudad y reclamando por lo que consideran son sus derechos.

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Es tan antiguo como Colombia misma, tiene lo mismo de largo que de ancho y es el reflejo de nuestros problemas como sociedad. Las marchas no son la enfermedad, sino el síntoma, por eso, reducirlo a un análisis que muchas veces no pasa de un tuit es insuficiente.

Tienen razón los que se quejan por los actos de violencia, por la ciudad colapsada, por la pérdida del orden, por los ataques a fachadas y demás construcciones. El orden, nos guste o no, es lo que nos permite convivir, el problema es quizás el orden establecido. Y si muchos protestan quiere decir que no están contentos con ese orden, y en vez de reprimirlos hay que escucharlos, revisar qué pasa, qué estamos haciendo mal. Esto no se trata de unos vagos, de unos desadaptados que un día dijeron vamos a bloquear la ciudad, sino de gente que tiene encima años de mala vida, un historial que se remonta a sus progenitores y así hasta el comienzo de los tiempos. ¿O qué creen? ¿Que esa gente estaba tranquila en su casa y un día de la nada dijeron: “Estamos aburridos, vamos a la calle a acabar con todo y de paso a pelear con el Esmad”?

Por eso, decirles ‘mamertos’ de forma despectiva, o ‘mamerticos’ como he visto en algunos lados, es ofensivo. En algunos casos lo que los marchantes hacen ofende también, más allá de que sus protestas sean justas o no. Entonces, lo que tenemos son dos bandos, ambos ofendidos, ambos convencidos de que tienen la razón, y ambos incapaces de reconocer al otro, de mirar sus propios errores antes que fijarse en los del otro. Y mientras insistan en cerrarse a la banda, en creer que el que tiene que corregir el rumbo no son ellos mismos, sino los que están del otro lado, no vamos para ningún lado.

Alguna vez un profesor nos explicó que en la lucha de clases estaban los ricos, que no quieren que nada cambie; los pobres, que quieren que todo cambie; y en la mitad los de clase media, que si nada cambia no pasa nada, pero que si cambian un poquito para bien no se ponen bravos. Es una explicación muy básica, muy elemental, pero qué esperaban, si teníamos doce años. Lo peor es que a la fecha no he encontrado una explicación más clara de la situación, porque a veces en lo básico y lo obvio está la respuesta a todo.

Hoy estamos así tal cual como lo explicaba mi profesor: los ricos y los pobres, cada uno tirando hacia su lado sin poder encontrarse en la mitad. Y entre unos y otros, los clase media. Unos toman partido, otros prefieren callar, a casi todos los llaman tibios por no saber dónde ubicarse. Mientras, esta olla llamada Colombia está cada vez más caliente: o no sentamos a hablar o explota.

¿Si ven que el problema no era la guerrilla?

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