La Constituyente del 91, dentro de sus razones y frente a la carencia de mecanismos expeditos para resolver controversias y ayudar a los ciudadanos a salvaguardar sus derechos fundamentales como la salud, la vida, la seguridad, la libertad, el debido proceso, la contradicción y defensa, la doble instancia, la presunción de inocencia y el derecho a ser vencido o vencer en juicio justo, lejana de banderas ideológicas o políticas, entre otros derechos fundamentales, diseñó e incorporó en nuestro catálogo constitucional el más revolucionario mecanismo de protección a tales derechos: la acción de tutela, querida por unos, amada por otros, odiada por algunos sectores y respetada por muchos otros.
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Son muchos los avances en materia jurisprudencial en torno a los derechos fundamentales desde la perspectiva pura del nuevo constitucionalismo, en la implementación y democratización del quizás mejor instrumento jurídico y el más expedito para la promoción de los derechos fundamentales. Desde luego también ha sido objeto de polémicas por su uso en casos realmente extravagantes. ¿Cómo no olvidar la tutela para defender el libre desarrollo de la personalidad de un colegial que quería usar el pelo largo en la institución académica en donde por manuales de convivencia era prohibido o la de una niña para que pudiese usar la falda más alta de lo estipulado por reglamentos? Y así desde el 91, muchos casos.
Los avances constitucionales en salvaguarda de derechos gracias a la tutela no tienen antecedente alguno, vale mencionar su promoción para salvaguardar evidentes violaciones al debido proceso en donde se imputan sanciones penales, administrativas o disciplinarias sin existir pruebas, en donde se imputan daños inexistentes o en donde no se garantizaron principios como la valoración probatoria, la defensa técnica, la contradicción de la prueba o la competencia misma e idoneidad del juez natural. En casos donde ello ha sucedido siempre ha existido la posibilidad de que los derechos fundamentales conculcados, vulnerados o amenazados se restablezcan, se respeten y promocionen, sin que ello constituya una tercera instancia.
Por ello, durante la vigencia de la acción de tutela y su ejercicio en la actividad judicial ha hecho carrera en la posibilidad inclusiva de controvertir fallos judiciales en donde el operador judicial pudo haber desconocido, vulnerado o quebrantado derechos fundamentales como el debido proceso, bien sea por omisión jurídica o bien por banderas puramente ideológicas y políticas, sin que ello abra la posibilidad de que se constituya en una tercera instancia, en razón de que si existe esa evidente vulneración a derechos fundamentales dentro de una actividad judicial, la única llamada a corregirlo si ya no hay más mecanismos judiciales dentro de dicho proceso es la acción de tutela. Esto abrió desde luego un largo y lánguido debate, el llamado ‘choque de trenes’.
Uno de los más conocidos es el del exministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, condenado por el Consejo de Estado a devolver a la nación más de 13.000 millones de pesos por autorizar una conciliación con Dragacol en 2002, que dejó parcialmente sin efectos vinculantes esa sentencia vía acción de tutela. Según el expediente, nunca pudo defenderse; este mismo sujeto promovió en 2014 una sanción disciplinaria en mi contra para que me quitaran mi tarjeta profesional de abogado, en razón de que fui una piedra en el zapato en la venta de Isagén. Vía tutela logré demostrar que nunca, ni con la demanda de oposición a la venta ni con mis declaraciones, afecté el valor de la acción de la compañía. Hoy, esa situación parece que le preocupa al señor Cárdenas o a algunos interesados que no entienden por qué no prosperó dicha sanción, y no debería…
Corolario: la posibilidad de pretender tocar la tutela en un Estado donde cotidianamente se desvía el poder es un asunto retardatario y poco garantista cuando mucho se ha avanzado; las cortes se equivocan y a diario.