Opinión

Chontaduro maduro

De los muchos frutos alimenticios germinados en suelo nacional hay uno al que considero urgente elevar a la categoría de emblema patrio y rescatar del olvido y del desdén colectivo. Justo sería exaltarlo, alentar su cultivo, escribirle versos, convertirlo en protagonista de elucubraciones pictóricas y escultóricas y componer un buen repertorio de piezas en su honor, más allá de la charada infantil que ya conocemos, protagonizada por un tal ‘negrito Arturo’.

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Me refiero al chontaduro, objeto de posiciones discordantes, con tantos fanáticos como detractores, pero merecedor de un lugar de privilegio y de mayor visibilidad dentro del podio local de tesoros naturales.

Para los desinformados, algunas precisiones. El chontaduro –también conocido por estos territorios con el nombre de ‘cachipay’, y en países vecinos como pibá, pifá, pijuayo, pixbae, pupunha, pipire o tembe– es un suculento comestible (otros opinarán lo opuesto) con forma ovoide, piel color rojo encendido y una popularidad no concordante con sus facultades benéficas. Lo dice un consumidor inveterado y obsesivo del condumio en cuestión, y por demás fanático de aquella especie de coco que sus entrañas este esconde. Los ‘chontadurólogos’ sabrán a qué me refiero.

Hijo predilecto de la palma de chonta, anónimo soberano de los puestos informales en esquinas, semáforos y andenes, gema del Pacífico y estandarte vivo de la ‘centro-suramericanidad’, el subvalorado chontaduro recorre donairoso la geografía continental, de Nicaragua hasta Brasil. Es tal su versatilidad que bien puede ingerirse con limón, mayonesa, pimienta, sal, azúcar o cualquier otro aderezo, según los niveles de curiosidad del comensal.

Cuenta la escasa documentación disponible que el chontaduro ha hecho parte de las predilecciones dietéticas de la gente por estos confines desde hace unos dos mil años. De hecho, en su sabiduría ancestral, comunidades como los uitotos elevan rituales inspirados en él. Incluso, comentan los historiadores que a su llegada a estas tierras le fueron ofrendadas varias raciones de la vitualla en mención al hambriento almirante Colón.

Aparte de las muchas propiedades vigorizantes, erotizantes, fertilizantes y potenciadoras, de esas que tanto complacen a las almas cachondas, el chontaduro constituye una fuente comprobada de energía y nutrición en la que –hay consenso entre los expertos– el planeta no ha reparado. Afirman algunos estudiosos que contiene una dosis proporcional de calcio superior al de la leche. También que rebosa de omega 3 y de omega 6, dos de aquellos clásicos elementos celebrados por la cultura de tienda naturista. Cual si eso no bastara, es apto para diabéticos, libre de gluten y mejora la vista.

La palma de la que procede sirve además como base para la elaboración de marimbas de chonta, símbolo musical de estos confines y de canastillas a base dicha variedad vegetal, hoy tan amenazada por el picudo, coleóptero empeñado en devorarla. De hecho, especulaciones aparte, cuentan que en 1975 Estados Unidos lo declaró ‘fruta promisoria’ y que aún hoy es objeto de una mirada respetuosa venida de organizaciones internacionales, interesadas en incrementar su producción y algo descreídas del desinterés con el que solemos mirarlo.

Dado que el espacio se extingue y que ya comienzo a salivar en virtud de este ejercicio, termino con una invitación: lector, lectora… permitan que sus prejuicios le confieran una merecida oportunidad al chontaduro. ¿Quién puede descartar que un día nuestra economía emerja de nuevo, colgada de sus vigorosos brazos? Hasta el otro martes.

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