Esta foto que ve usted no es fácil de tomar así no sea extraordinaria. La escena, si se le puede llamar así, ocurre en la estación del metro de Nueva York de la sexta avenida con calle catorce, línea anaranjada que conecta Manhattan con Brooklyn, a eso de las dos de la mañana, y lo difícil de lograrla es que con más de sesenta millones de visitantes al año (sin contar con la millonada de gente que acá vive) esta ciudad no duerme. De ahí que dar con un sitio sin un solo ser humano es un milagro. De hecho, minutos después de tomar la imagen, el sitio se llenó de personas listas para tomar un tren quién sabe a dónde.
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El tema con Nueva York es que es adictiva, hay que estar en la calle todo el día porque siempre está pasando algo. Ninguna ciudad del mundo se le parece y aunque no es la capital ni del estado en el que está, sí es el centro del mundo. El que la corona acá, coronó de verdad porque no se puede llegar más lejos en la vida, de ahí que en Nueva York todo sea ridículamente caro. Medio mundo quiere estar acá para abrirse a codazos entre la multitud y lograr sus sueños, por eso los arriendos son ridículamente caros, así como la comida. Vas a un sitio y además de pagar una fortuna tienes que agradecer que te atiendan porque lo hacen de mala gana, no groseramente, pero sí con desdén, como si te estuvieran haciendo un favor. Y uno se siente tan afortunado de haber pedido un plato de pasta y que se lo hayan puesto en la mesa en vez de tirárselo en la cara, que paga feliz y sueña con volver pronto. Raros es que somos.
Es decadente Nueva York a pesar de su grandeza, como un desastre controlado. Es majestuosa, pero sucia, llena de reglas que hay que cumplir, pero caótica; en sus calles hay cosas maravillosas, pero cuadros deprimentes, como gente durmiendo en los andenes con apenas un maletín y un perro. Acá he visto indigentes sin camiseta andando por la calle y nadie voltea a mirarlos, como si fuera normal, pero también porque no quieren involucrarse en el asunto. Por eso, de todas las series de televisión que se han escenificado acá, Seinfeld es la que mejor la retrata. Durante nueve temporadas mostró con humor lo vil y depravado que puede ser este lugar.
Pero prima lo hermoso porque eso es lo que hacemos con las cosas que nos gustan, olvidamos lo malo para quedarnos con lo que nos hace felices. No importa cuántas veces venga uno (escribo esto desde uno de sus parques), siempre va a ser como la primera vez. Ya sea que se entre por carro o en avión, apenas se ven los rascacielos a lo lejos, el corazón se acelera porque se intuye lo que hay entre ellos. Los carros y la gente, los miles de acentos, la comida de la calle, los almacenes de lujo, los conciertos y los eventos culturales, los edificios viejos que no pasan de seis pisos y carecen de ascensor; el acelere, las excentricidades, los hípsters, la ropa extraña de diseñador que no se sabe quién la usa ni cuándo. El dinero y la vida fluyendo.
Llevo una semana acá y no se me quita el asombro. Ando por ahí con cara de idiota, y el hablado no me ayuda.