Opinión

Lo que aprendimos

Si aquello de “echando a perder se aprende” fuese cierto, quizá los dos siglos de historia republicana padecidos por Colombia serían pedagógicamente justificables. Lo mismo podríamos opinar sobre el sadomasoquista “los sufrimientos enseñan” o del más local “dele, que el golpe avisa”. A manera de consuelo, me sumergiré a continuación en la empresa de enlistar aquellas cosas ‘rescatables’ y lecciones que a mi parecer nos dejó el pasado periodo electoral en Colombia.

Como ganancia, comprobamos que todavía quedan por aquí millones de gentes comprometidas, razonables y con corazón. Que los cambios se nutren de utopías, pero que tales utopías demandan siglos y a veces milenios. En contraste, supimos cuán permeable se mantiene nuestra ciudadanía al pánico inducido. Hipnotizada por la retórica del insulto y del odio, abandonada al déficit de argumentos, enferma de fobia al cambio o anclada con inexplicable lealtad al statu quo.

También descubrimos una paradoja tragicómica, protagonizada por millones de actores naturales e involuntarios, convencidos de su ‘viveza’ y su ‘berraquera’ y a la vez rendidos a su desinformación, haciéndola de replicadores de memes y de esparcidores de noticias mentirosas. Comprendimos que aún somos lactantes en comprensión lectora y al digerir material noticioso. Que conviene educarnos para dejar de temer a abejas asesinas amaestradas. Por cierto, al haber soportado los desmanes de la prensa nacional y a bastantes de sus grandes figuras abaratando su credibilidad al aire, sesgo a sesgo, pregunta a pregunta y ataque a ataque, aprendimos todos a desconfiar muchísimo más. Eso estimula el pensamiento crítico.

Por otra parte, corroboramos que las redes y el círculo inmediato de amigos o familiares constituyen muchas veces entornos paralelos y atípicos, y que incluso aquellos seres a quienes respetamos y amamos pueden sucumbir ante el fanatismo, el engaño o una malentendida solidaridad. Que todavía hay quienes prefieren la economía excluyente y extractivista a los hectolitros de sangre que bañan este entorno compartido, cuando bien deberíamos saber que ambos son los estandartes de una casi segura autodestrucción. Que el clasismo sigue atravesándonos, acaso con la misma intensidad, tics, inequidades y prejuicios de tiempos virreinales. Que una neutralidad mal encauzada puede derivar en un aval tácito a lo incorrecto y por lo mismo a una forma pasiva de complicidad. Y que, desde luego, carecemos mayoritariamente de empatía con quienes han gozado de menores privilegios.

Por lo demás, nos reconfirmamos capaces de equiparar los defectos de unos a los crímenes y corrupciones de otros y de descalificar bajo preconcepciones de clase, de banderas e incluso raciales o físicas. Y corroboramos cuánto nos aprovecharía una inmersión analítica y un acercamiento a los hechos con la perspectiva debida, para así asimilar cuán regidos continuamos por confesionalismos, mojigaterías, engaños históricos, condicionamientos de clase y concordatos. Si en solo unos meses de campaña circularon tantas falsedades que las mayorías dieron y seguirán dando por ciertas, imagínense cuántas falacias similares a esas sobre nuestro pasado serán enseñadas como verdades en la historia oficial todos los días del año. Por eso aún observamos a muchos oprimidos defendiendo a su completa inconveniencia y con la indebida pasión aquel entramado bicentenario, consagrado por tradición a excluirlos. Pero, para fortuna y tranquilidad de los aquí ‘sintientes’, también comprendimos que incluso entre la peor de las brumas, siempre resaltará entre la muchedumbre algún brote de sensatez y esperanza. Y perdonarán la cursilería. ¡Hasta el otro martes!

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