Mientras se sacaban chispas peruanos y daneses –el partido fue de buen nivel y los de Dinamarca, fieles a la contundencia que suelen tener los europeos y los incas, tan sudamericanos en eso de buscar por todos los lados y hacer méritos, pero envueltos en esa incapacidad de concretar– empezaron a llegar los rumores de que algo grave estaba pasando en cercanías de la Plaza Roja.
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La calle Ilinka fue presa del miedo, del horror y de la inseguridad que han generado por estos tiempos los ataques que no cuentan con gran prosopopeya: un taxi arrollaba a varios fanáticos que, tranquilamente, estaban detenidos en una acera y que de repente terminaron sobre el capó del auto amarillo que quiso evadir de la peor manera el intenso y estrepitoso tráfico moscovita que no hace extrañar tierras bogotanas.
Se pensó en un lobo solitario al estilo de Niza (Francia), pero la historia resume que, de acuerdo con las informaciones iniciales, se trató de un taxista pasado de copas y dueño de la madre de las intolerancias, que acaparó todos los titulares. El tipo tuvo su propio momento de furia y arrolló todo lo que estuviera a su paso. Tristísimo. Por cuenta de eso varios hinchas quedaron con el trauma de vivir el peor Mundial de sus vidas.
Pero el parte final fue sencillo: se trató –dicen ellos– de una situación aislada, no tan relacionada con el terrorismo. Y ese es uno de los pavores que surgen en cada cita de este estilo porque los recuerdos del espanto vivido en 1972, en los Olímpicos de Múnich, el terror esparcido por cuenta de una explosión cruel en Atlanta 96 o los bombazos en medio de un amistoso entre Francia y Alemania –en la espantosa noche de Le Bataclan– nunca terminan de esfumarse. En Rusia saben que los blancos pueden ser fáciles y a su manera toman sus propias precauciones.
Cada lugar en el que hay entrada cuenta con un detector de metales. El hotel Aquarium, donde me hospedo, no entienden de confianza: así la rutina sea la de siempre, a la entrada está el detector y hay que dejar cualquier instrumento metálico antes de cruzar el umbral. El IBC ni se diga: allí también hay dos filtros, el de la máquina y el de los policías que custodian el lugar con sus aparatos que suenan con timbres agudos y titilan luces verdes o rojas. En los centros comerciales es recurrente meterse las manos en los bolsillos y sacar de todo, quedar desnudo ante el marco delator y esperar a que al cruzar el umbral no suene el silbato que diga que uno guarda un arma letal.
Esa es la costumbre diaria en Moscú: desocupar los bolsillos en cada entrada y sentir que para hacer una visita toca seguir los protocolos de ingreso a un aeropuerto. Se entiende también y no se cuestiona: el mundo de hoy no está para confiar en la palabra.