Opinión

La poca fe que nos queda

Los colombianos sobrevivimos a pesar de nuestra degradación institucional. Excusarán mi blasfemia el Consejo Nacional Electoral, el Concejo de Bogotá, el Ministerio de Ambiente, el IDU, la CAR, la Contraloría, la Registraduría, el Jardín Botánico, la Cámara de la Infraestructura, la Secretaría de Hacienda, la Presidencia de la República y los demás organismos incompetentes del orden distrital o nacional involucrados.

Fastidia decirlo, pero últimamente la institucionalidad colombiana nos ha expuesto sus peores desvergüenzas. Ayer temprano sorprendió una tala masiva que en el más literal y triste de los sentidos “segó la vida” de decenas de árboles pertenecientes a diecisiete diferentes especies, de tamaño y edad muy respetables, sembrados en el parque El Virrey.

De acuerdo con la Asociación de Residentes del Chicó (ARCHI), la comunidad estaba enterada desde febrero del corte programado de 155 árboles y había manifestado su descontento. Al final, la Secretaría de Ambiente aprobó sólo setentaiséis de todos los árboles contemplados. Según el Jardín Botánico, responsable de la operación, dicha tarea está enmarcada dentro de un plan de reforestación preventiva, dado el peligro de caída que por su edad tales árboles representan para los transeúntes. La gente de ARCHI ha sido enfática al desestimar los supuestos riesgos y oponerse a la tala.

Una semana atrás, afirman vecinos, tuvo lugar un encuentro entre estos y delegados distritales, quienes se comprometieron a proceder el martes –es decir hoy– ya cuando estuvieran aclarados los términos de la compensación al parque. Pero no ayer, y menos sin aviso. Dicen voceros del Jardín que pronto serán sembrados veintiocho árboles más jóvenes de dos especies –contra las diecisiete originales– como reposición. Yo vi a algunos opositores vía Twitter y compartí su padecimiento. Aferrados a unos troncos gigantes y en apariencia saludables y longevos. Suplicando ante la mirada fría de los trabajadores del Jardín apagar las sierras. Anhelando que alguien comprendiera su dolor ante el triste espectáculo del paisaje deforestado.

Uno quisiera obrar con imparcialidad. Abstenerse del odioso vicio de la desconfianza. Razonar y entender que los del Jardín Botánico deben ser científicos calificados y nosotros unos apasionados malinformados. Pero dados los antecedentes, las suspicacias caben. ¿Cómo creerle, después de todo, al gobierno de Enrique Peñalosa, aquel que ha declarado expresamente sus antipatías en cuanto a la sobreabundancia de árboles, dado que estos tornan los espacios “oscuros y fríos”, “espantan a la gente” e impiden “jugar al fútbol”? ¿Cómo olvidar que él mismo, incluso, es vecino del hoy mutilado predio?

Aún más grave: ¿cómo confiar en el criterio de un aparato institucional enemistado con los trenes, empeñado en negar las implicaciones irreversibles de ‘malurbanizar’ una reserva, de fabricar un metro elevado y de juguete, de rebajar una vía patrimonial a troncal, de desconocer un proceso de revocatoria y de mentir frente a flagelos como la contaminación, el impacto medioambiental y las enfermedades resultantes del diésel? ¿Cómo ofrecer la poca fe que nos queda a un proyecto de ciudad obstinado en abrirse espacio a espaldas de la voluntad popular y regido por alguien dispuesto a justificar ‘imprecisiones’ en títulos académicos o caprichos personales con estudios urbanísticos inexistentes?

Y lo peor… ¿cómo conceder un ápice de nuestra diezmada capacidad de creer a una institucionalidad que ante semejantes despropósitos se sonríe, calla y aprueba? Hasta el próximo árbol. Perdón: ¡hasta el próximo martes!

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