¿Cómo se puede enseñar hoy? ¿Podemos llamar listas? ¿Podemos pedir de memoria un texto? ¿Evitamos el uso de los celulares en las clases? El sistema educativo universitario tiene varios problemas: hace pensar que hay estudiantes malos, cuando en realidad hay metodologías que no se adaptan a cada persona; se enaltece a un profesor que tiene publicaciones en revistas indexadas, pero se olvida evaluar si sus estudiantes están aprendiendo o se duermen en clase; y la rigidez de muchas universidades evita que sea el estudiante el que decida qué quiere aprender, cómo y en qué momento.
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Por fortuna, los profesores ya no son los dueños de la verdad, la educación es cada vez más horizontal gracias a que la tecnología y los salones de clase, virtuales o presenciales, sirven de escenario de debate entre estudiantes y profesores, sin jerarquías y sin miedos. Allí, los celulares y las redes sociales no son los enemigos a vencer, sino las herramientas a utilizar para que el proceso de aprendizaje sea más completo y se adapte a la forma de consumir contenidos que se tiene hoy. Claro, la buena enseñanza sabe equilibrar de manera justa las posibilidades de lo tecnológico, con los recursos de la experiencia fuera del aula.
Además, una buena educación permite que los estudiantes entiendan que todo en la vida no es trabajar, que tienen que destinar un buen tiempo al bienestar, a descansar, a reír, a hacer deporte, a bailar, a compartir con los amigos; y así, en medio de una conversación, de una fiesta, de un día al aire libre puedan pensar en nuevas ideas que promuevan su creatividad. Las universidades de hoy tienen que darle la suficiente libertad a los estudiantes para que ellos decidan ir a clase por pasión y no por una nota; a trabajar porque quieren ser felices y no porque buscan solo ganar dinero; y también, a ponerse límites cuando es necesario y deban decidir por el bienestar colectivo y no individual.
Pero también la educación es la responsable de crear ciudadanos críticos, que no coman cuento de las mentiras de los medios, de las órdenes de los cínicos y de las promesas de los políticos. Los estudiantes tienen que saber cuándo alzar la voz para decir que algo está mal, que es injusto y que no puede seguir así. Tienen que ser el cambio porque son una generación que entiende la diferencia de colores, razas, orígenes y oportunidades, y así logran ser incluyentes para construir una mejor sociedad. Ellos, los que un día reemplazarán a los corruptos que aún se eligen en el escenario político, serán jefes, dirigentes, empresarios y profesores que tendrán una visión distinta sobre los temas ambientales, culturales y sociales.
La educación cambió y fueron los estudiantes los primeros en entenderlo. Ahora, las universidades tendrán que dejar de pensar tanto en los ranking y en su ego como instituciones, para empezar a demostrarle al estudiante por qué la “platica” que está invirtiendo no se está perdiendo y que más que empresas son instituciones que buscan formar mejores ciudadanos, capaces de ser críticos con el presente para poder un construir un país más justo y equitativo en los próximos años.