Mundial de Italia 90. Colombia enfrenta a la que sería la campeona del mundo, Alemania. Puedo decir que ha sido uno de los partidos mejor jugados de la selección cafetera en su historia. El equipo de Maturana les jugó de tú a tú a los teutones, les generó opciones, les desarmó la potencia física, la explosión y les escondió el balón. Como era costumbre en nuestra historia futbolera, merecíamos más pero no lo logramos y en un error en el ocaso del partido el escurridizo Pierre Littbarski la clavó en el palo de la mano derecha de René Higuita, no sin antes dejar en el camino al ‘Chonto’ Herrera. Todo estaba liquidado, de nuevo faltaban los cinco centavos para el peso. Pero somos “el país del Sagrado Corazón” y se activaron las camándulas y los rezos. Y así fue como en una pared digna de colgar un Dalí o un Matisse, llegó el gol agónico del empate de la mano de Leonel, ‘Bendito’ Fajardo, ‘el Pibe’ y Freddy Rincón. Éxtasis total, apoteosis… ¿Dios era colombiano? ¿Ganamos el pulso de rezos a los alemanes? ¿Lutero no dio la talla?
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Dios ha jugado o, mejor, ha estado presente siempre en este deporte, o en todos, o en todo. Pero particularmente me pone a pensar cómo se maneja esa relación de Dios con el balompié, con los hinchas y con los jugadores.
Me cuesta concebir a un Dios que se vista con una camiseta en particular. No sé, imaginen una definición de un mundial por penales. Puede ser la de USA 94. ¿Era Dios más italiano o brasileño? ¿Bajó el Santísimo en forma de qué y movió el guayo de Baresi o de Roberto Baggio para que sus cobros no fueran efectivos? ¿Qué hizo que el Todopoderoso optara más por la camiseta amarilla que por la azzura? ¿No queda pues la sede del Vaticano en la bota itálica? Preguntas, miles; respuestas, nulas.
Ahora, los hinchas. Prometemos lo que sea, irnos de rodillas hasta el Cristo de Buga, caminar de revés para rezar en Sabaneta o irnos en cuatro a trepar el cerro de Monserrate con tal de lograr el favor de Dios para que nuestro equipo amado logre la estrella, la clasificación, la remontada o la faena histórica ante el rival acérrimo.
Y me imagino a Dios decidiendo qué hacer. Cómo darles gusto a todos. Cómo evaluar quién merece perder o ganar. Qué hinchada se portó mejor, qué equipo se acordó más de los pobres, de los niños, de los ancianos. Qué hincha tiene la familia más rezandera, cuál cumplió con los mil Jesuses. Menuda labor…
Y están los jugadores. “Hablé con Dios todos los días para que me diera una dirección correcta y la dirección que me ha dado, al final, ha sido esta”, las palabras son de Neymar Jr. cuando fue presentado por el PSG como flamante refuerzo. Lo dijo así, sin un ápice de duda, con la certeza de quien habla con el Creador de tú a tú.
También podemos hablar del Santísimo Cristo del Gran Amor, talla donada por Scotta, Bertoni y otros jugadores argentinos, que desde 1981 se venera en la Catedral de Buenos Aires. Es llamado ‘el Cristo de los Futbolistas’. ¿Una mejor línea directa entre el fútbol y Dios?
Pero lo que a diario vemos son esos jugadores que todo se lo dedican a Dios. “¿Cómo evalúa su desempeño en el partido?”, pregunta un periodista. “Ante todo, gracias a Jehová, Dios o Jesús de los Ejércitos porque sin él nada de esto hubiera sido posible. En la cancha se sintió la presencia del Creador (ojo, no habla del 10) y gracias al don divino y a la providencia todo salió muy bien”, responde el futbolista en cuestión.
Creer en Dios, Alá, Buda, E.T. el extraterrestre o la Santa Ameba es respetable. Cada quién con sus creencias y con sus formas, siempre y cuando ese respeto sea de doble vía y el fanatismo no cruce el lindero del mal proceder. Pero de verdad, ¿Dios estará pendiente de favorecer a X o Y equipo? ¿El Altísimo estará atento a que Messi o Cristiano tengan el tino de patear bien una pelota o les ayudará en el intento? ¿La clasificación agónica de una selección a un mundial depende de si Dios está ahí en la cancha moviendo ángeles que den una ayuda extra?
No sé. Veo que la relación religión y fútbol debe ir en la coherencia de las actitudes y filosofías que dicten ese dogma. Si Dios habla de amor, de honestidad, gallardía y solidaridad, entre otras cosas, pues el fútbol y quienes apelan a Dios dentro de él deben aplicar estos preceptos en lugar de pedir prebendas. No puedes pedirle a Dios que le ayude a tu equipo cuando apuñalas o agredes al hincha de otra escuadra. No puedes darle gracias a Dios por tus victorias o buen desempeño cuando en la cancha mueles a patadas al otro, lo escupes, lo insultas o, fuera de ella, eres un tipo disociador, deshonesto y/o les coqueteas a las esposas de otros y eres desleal con los tuyos. No, no todo está bajo el amparo de la gloria de Dios.
¿Que si Dios ama el fútbol? Creo que sí, pero de corazón le pido que no atienda rezos o peticiones que van de la mano del balón. En este mundo hay problemas mucho más graves e importantes que necesitan de su iluminación. Amén.
Por: Andrés ‘Pote’ Ríos / @poterios