El ADN de nuestra corrupción

“Y me pongo a pensar y veo que todo esto nace desde la casa. Sí, cuando nos empiezan a decir que hay que ser berraquitos, que no hay que dejarse de nadie, que a la papaya servida, papaya partida”: ‘Pote’ Ríos

No es necesario hacer un tratado social o un ensayo sobre la ética o la moral para hablar sobre el tema y verlo con claridad. Tras los más de 50 años de violencia ocasionada por el conflicto armado con las Farc y por todo lo que han conllevado los eternos líos de nuestra cultura traqueta, ha quedado más al descubierto un problema que se enquistó en nuestro ADN: la corrupción.

La situación ha sido como la del cadáver que yacía fétido en el fondo de las aguas amarrado con algas. Siempre olía mal, pero ahora logró salir a flote y lo vemos ahí, mordido por los peces, a la vista de todos con su putrefacción, moscas, llagas y todo tipo de porquerías. Ahí está ella, la corrupción, que nos ancla cada vez más al primer mundo del subdesarrollo.

Por allá en la década de los ochenta recuerdo los sonados casos de Roberto Soto Prieto, un yuppie, gente “divinamente”, que le tumbó al Estado colombiano 13,5 millones de dólares en el sonado caso del Chase Manhattan Bank. También fueron “famosos” los “dones” Félix Correa y Jaime Michelsen con el torcido que hicieron en el desaparecido Grupo Grancolombiano. Y ni las sotanas perdonaron las ganas de robar: muy recordado es el escándalo por el millonario desfalco a los ahorradores de la Caja Vocacional cometido por monseñor Abraham Gaitán Mahecha.

Y así han pasado nuestras décadas de robarse el dinero de los demás hasta llegar hoy a lo que ha sido Agro Ingreso Seguro, TransMilenio y la calle 26 (aunque a Bogotá se la han robado unas tres veces), Interbolsa, Saludcoop, Reficar, Odebrecht, los alimentos de los niños, los carteles de los pañales, de la hemofilia y de los cuadernos. Es decir, nos robamos hasta un hueco para poder cobrar por el hueco mismo.

Y me pongo a pensar y veo que todo esto nace desde la casa. Sí, cuando nos empiezan a decir que hay que ser berraquitos, que no hay que dejarse de nadie, que a la papaya servida, papaya partida, que el vivo vive del bobo y que no hay que dejarse joder. Ahí, ya se anida el germen corrupto.

Eran cosas como alardear por hacer trampa en un examen y ser un “maestro” de la copialina. Era decir que el engaño generaba admiración en los demás. Evadir el cobro de una entrada a cine, sacar sin pagar una chocolatina, mentirle al padre o a la madre al esconder unas pésimas calificaciones, decían que eran pilatunas pero no, es corrupción y engaño. Es cultivar la tesis del pasar por encima del otro.

Y ni hablar del que se pasa un semáforo en rojo, que invade la cebra, que se mete en carriles que no son, que no sabe hacer una fila… Y todo al son de una risita cómplice y el tan colombiano comentario: “Fresco, hermano, que eso no pasa nada y eso les pasa por güevones”.

Y qué decir del convertir en diminutivo las cosas que queremos que pasen de agache. Me voy a tomar unas cervecitas, nos zampamos 30 polas. Es una botellita de guaro, al final es una garrafa. Es un porrito, todo termina en heroína. Solo voy a tumbarme 30.000 pesitos y resulta que es Reficar. Me voy a meter en esta contravía que nadie se da cuentica. Y así puedo seguir con miles de ejemplos…

Sí, la corrupción está en nuestro ADN. La ley del esconder, del nadie se da cuenta, del “pilas, güevón, dice algo que lo levanto”, del “de malas por tonto”. Y así vemos que los más “educados”, los de mejor “cuna”, muchas veces son los más pillos. Y así vamos aquilosados en el subdesarrollo porque el vivo vive del bobo. Pero al final, en la cárcel, todos se hacinan como ratas. Bien merecido lo tendrán por toda la eternidad.

Por Andrés ‘Pote’ Ríos / @poterios

 

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