Hay lugares de Bogotá que parecen atrapados en un tiempo muy lejano. Además de los más celebrados (La Candelaria, viejas casonas y haciendas que se conservan en Chapinero, Usaquén y antiguas fincas que se tragó la ciudad) de tarde en tarde se encuentran construcciones alejadas de esos centros históricos que dan fe de la arquitectura popular de hace muchas décadas.
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Uno de esos lugares es la muela que se resiste a morir en la esquina noroccidental de la carrera 7.ª con calle 34. La componen una serie de casas minúsculas que evocan más un pueblo de Boyacá o Cundinamarca que una calle de Bogotá. Están literalmente montadas donde debería haber un andén, que en ese sector no tiene ni medio metro de ancho. Algunas de esas casa aún conservan modestas ornamentaciones propias de la arquitectura republicana. Allí funcionan pequeños negocios: una peluquería, una cigarrería, un restaurante, una marquetería, una taberna. Otras parecen deshabitadas. Aunque carezco de datos para corroborarlo, parece ser una de esas muelas que eran tan comunes en Bogotá cuando se decidía ampliar una calle y algunos de los dueños de los predios se negaban a vender.
Así que esta muela parece ser el testimonio de un gesto de resistencia que salió avante y que hace posible que hoy estas casas humildes y minúsculas conformen un singular enclave en un sector con vecinos muy ilustres y encopetados. Un sector que arquitectos y urbanistas reconocen y valoran por las casonas de ladrillo del barrio La Merced y el edificio Buraglia, del gran arquitecto Bruno Violi, que está en la esquina suroriental de ese mismo cruce.
También son vecinas de los Mercedes Benz, Peugeot, Chevrolets y Renaults que se venden y reparan en el enorme concesionario con el que comparten la cuadra y en predios vecinos sobre la carrera 7.ª.