Mientras tecleo voy rodando a ciento cincuenta kilómetros por hora en un vagón de la DB, compañía alemana de transportes férreos. De un lado veo los árboles amarillentos, afeitados a consecuencia del otoño y ya helándose por el invierno. También algunos techos en triángulo de las residencias de corte alpino que el paisaje rural nos viene obsequiando desde hace horas a mí y a los demás viajeros. Del otro, un lago que con solo mirarlo provoca deseos de reencarnar en cisne o en pato.
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Un hilo tímido de sol se dibuja desde arriba para complementar tan perfecta composición. A veces se aparecen cosas. Molinos futuristas y a la antigua. Cuervos que vienen a aletearnos cerca. Campos sembrados de algo que podrían ser coles. ¡Voy en tren y casi ni puedo creerlo! No sé si será tercermundismo de mi parte, pero el hecho simple y elemental de desplazarme en cualquier vehículo ferroviario constituye para mí un atractivo turístico con todo el exotismo implícito del caso. Me siento en Concorde. O en una especie de película que mi entorno inmediato de nacimiento me ha hecho concebir como ficción.
Supongo que serán las consecuencias naturales de venir de una tierra donde el diésel, el esmog y los buses de Expreso Vomitariano y Transmilento imperan, y en la que trenes, tranvías y demás modalidades de transporte de ese estilo han sido reducidas a la categoría deshonrosa de atractivos turísticos de domingo o de ‘juguetes caros’, como cierto pseudourbanista local se atrevió a rebuznar hace no mucho. A mi derecha se dibuja el sol de mediodía y a mi izquierda, a veces, el pintoresco entramado de torres y cables típicos de las terminales de tren. Vamos rápido. Vamos sonrientes. Vamos respirando.
Por desgracia, tan inspirador entorno se ve violentado cada ciertos tramos por la frustración de pensar lo que sería de Colombia si tuviera una infraestructura decente como esta en materia de trenes y tranvías y de lo reprochable que para nuestra dirigencia debería ser el haber optado históricamente por otras soluciones más dañinas y menos honestas. Me imagino yo, por ejemplo, un tranvía por la Séptima de sur a norte. O una excursión por Chía o por Soacha trepado en uno de estos armatostes tan amigables. O, mejor todavía, un viaje a Santa Marta, como los que antaño era posible emprender, desde cualquiera de las capitales de la zona andina colombiana en un confortable vagón. O, exageramos más, una interconexión continental que permitiera ir desde Punta Gallinas hasta Cabo Froward.
Hace falta ser cretino o cuanto menos cínico para intentar convencernos de que un bus a gasolina se aproxima siquiera a las enormes ventajas de un tren. O, todavía peor, como ese mismo alguien antes mencionado lo hace, considerar la posibilidad de convertir lo poco que de corredor férreo nos queda en troncal de buses. El asunto va más allá de nostalgias, romanticismos o ínfulas de primermundismo. Serían de lamentar por completo que por la irresponsabilidad y la testarudez de una administración o de un gobierno despojados de cerebro y de corazón, termináramos firmando sin proponérnoslo nuestra inscripción definitiva de en los anales del odiosa, pero hasta cierto grado acertadamente llamado tercermundismo, para así anclarnos hasta la eternidad a una flota de autobuses cancerígenos e inhumanos. Hasta el otro bus. Digo… Hasta el otro martes.