Opinión

17 de marzo de 1991

Era el gran Nápoles, que empezaba a sentir cómo las cosas eran mucho más complicadas. Esa tarde en el San Paolo salió al campo el capitán, el ícono de una ciudad que era mirada con desdén desde el norte de Italia. Gracias a él, Nápoles era más que la frase de Napoleón, en la que primero hay que ver la ciudad y luego morir; gracias a Maradona, Nápoles era más que el apellido de un boxeador mexicano.

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Jugó con la 10 y no fue su mejor partido, pero a los grandes les alcanza hasta para brillar un poco más que el futbolista más disciplinado en su tarde más opaca. Desde la izquierda encontró un resquicio y centró la bola al área del Bari. Allí apareció un juvenil, tan petiso como él y que guardaba también bastante talento.

El pase del 10 terminó en la cabeza del 11, un jovencísimo Gianfranco Zola, capaz de definir con un cabezazo un partido más que complicado para el local. En realidad, aunque en la cancha estaban Maradona, Zola, Careca, Ferrara, De Napoli, la gran figura del partido fue Giovanni Galli, el arquero de los celestes, que atajó un penal cuando el juego iba 0-0.

Ese día fue el fin de todo porque Maradona nunca pudo volver a ser el mismo. Salió del camerino envuelto en una camisa blanca de grandes botones negros y un manchón violeta en un costado a dar declaraciones a la prensa. Segundos antes, Ciro Ferrara charlaba en vivo con un periodista, encorbatado con el atuendo oficial del Nápoles y fumándose un cigarrillo. Pocas horas después, un examen antidoping reveló que en la orina del argentino había trazas de cocaína y que debía ser sancionado por este hecho con una suspensión durante 15 meses.

Ese 17 de marzo de 1991 se acabó Maradona. Porque, futbolísticamente hablando, tuvo la entereza de superar una hepatitis y la fractura de su tobillo para volver con la camiseta del Barcelona a romperla en su último año de blaugrana. Antes había superado los insultos de Hugo Gatti, cuando estaba descollando en Argentinos Juniors, y el arquero de Boca –para ablandarlo en el previo– lo tildó de “gordito”. Esa tarde, Argentinos le hizo cinco a Boca, y tres fueron de Maradona. Pudo superar la desgracia de llegar a un club que estaba listo para irse a la B y aprovechó esta circunstancia adversa para apuntalar su carrera y coronarla con el campeonato del mundo en México 1986. Logró gambetear una uña encarnada, las patadas criminales de Camerún y un tobillo hecho trizas para conducir a una Argentina insípida a la final de Italia 90. Pero jamás volvió a ser el mismo luego de aquel Nápoles-Bari.
Porque en Sevilla, Newell’s Old Boys y en su retorno a Boca apenas dejó ver un par de cosas pero muy contadas. Ya el talento no le sobraba porque parecía que el peso de aquella condena le había restado energía. Y justo cuando Diego estaba empezando a parecerse de nuevo al del 86, el doping por efedrina después del Argentina-Nigeria de EE. UU. 94 lo devolvió a la lona.
Hoy cumple años el mejor jugador que yo haya visto alguna vez sobre la faz de la tierra y que nunca volvió después de ese 17 de marzo de 1991.

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