En mi caso no sé si es una bendición o una maldición cada lectura de mi vida. Debo leer siendo consiente de que olvidaré casi todo, si no es todo lo que leí. Ver una película o una obra de teatro y saber a conciencia que para mí es imposible guardar el recuerdo para siempre. No hay nada que pueda hacer para recordar esa película, ese libro, esa clase o cátedra dentro de un par de años.
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Cuando recuerdo algo por muchos años, siempre resulta que fue algo que me afectó de un mudo tan profundo, drástico, íntimo y sublime, que se quedó ahí como una cicatriz que me recuerda todo. Para no regresar o para regresar según convenga. Tengo una memoria sensorial y emocional prodigiosa que compensa mi poca memoria intelectual y eso ha sido una verdadera aventura.
Aprender para olvidar y volver aprender para volver olvidar. ¿Cuántas veces lloré por esa impotencia que me daba sentir que estudiar en mi caso era una verdadera pérdida de tiempo? No lo recuerdo. Recuerdo que algunas veces me despertaba furiosa porque no importaba qué dijera mi separador de libro, yo no recordaba el capítulo que había leído la noche anterior y me quería agarrar a cachetadas. Tuve que aprender a abrazarme, a perdonarme “por bruta”, a entender que aprendo diferente, leo diferente y que para bien o para mal eso ha hecho de mi buena parte de la persona que soy.
Nunca he sido resignada a nada que la vida me ha impuesto caprichosamente y mi espíritu rebelde me ha obligado a aprender otras maneras de aprender, a no sufrir por lo que olvido; a entender y asimilar que en mi interior el conocimiento estará ahí presente. No importa si no sé quién lo dijo y cuándo, o si es una paráfrasis de un texto o el texto mismo.
Yo aprendí a hacer de mi incapacidad de retener la memoria la capacidad de memorizar en la memoria del corazón. En la lógica, en la intuición. Cuando las mujeres me dicen «¿qué lees?» y pretenden que les cite mi biblioteca yo digo «¡no leo un coño!».
La verdad es que yo soy una lectora de la vida y de las emociones de alto impacto. Puedo hablar de muchos temas al tiempo y para algunas personas no dije nada y para otras dije demasiado. Y ambas personas tienen la razón.
Camaradas, hermanas, amigas y no amigas: la lectura constante de la vida es algo que yo no sé cómo definirlo, va más allá de libros y de autores; va más allá de textos. Leer es un privilegio e interpretar correctamente un don. La cultura no nos da inteligencia, la inteligencia nos permite darnos cultura.
No puedes ser una mujer emancipada si no tienes tiempo de lecturas íntimas. No puedes; y no hablo de ser un ratón de biblioteca. Es más, no hablo sólo de leer libros. De hecho, muchas veces he iniciado lecturas que me han frustrado porque no las entiendo, no las digiero o simplemente no me dicen nada, y tiro el libro llena de un aburrimiento abrumador y con la sensación de ser bruta.
Tenemos que leer. No por lograr alcanzar algún tipo de altura cultural, no para ser mejores moralmente, no para descrestar con elocuencia intelectual al mundo que nos rodea. No, mis estimadas: tenemos que leer porque necesitamos tener herramientas sólidas para enfrentar un sistema que, si no lo leemos correctamente, nos hará sus presas sin que ni si quiera lo percibamos.
Le tengo tanto terror a la universidad porque mi memoria me traiciona todos los días. Y quizá eso de no tener dinero sea mi sofá preferido para esconderme de mi mediocridad, para no enfrentarme a la frustración de reprobar más veces de lo tolerable.
Lo poco que sé lo he aprendido absorbiendo el conocimiento de mi entorno, leyendo para olvidar en la cabeza y recordar en el alma. Porque tengo la certeza de que cada una de mis horas de lectura, que cada reflexión que hago para mí y que al rato ya no recuerdo, queda enquistada en mi piel. Y mi piel no me traiciona. Mi piel tiene excelente memoria. Y aunque no sepa qué libro acarició mi interior, ni recuerde cómo fue, mi piel sabe perfectamente lo sustancial de cada caricia recibía con cada palabra.
Cada una de nosotras tendrá que encontrar el camino para hacer las lecturas precisas, y ya saben que no hablo sólo de leer libros. Una mujer (obvio que esto aplica a toda persona) que no desarrolla la capacidad de leer el mundo que la rodea es una mujer que nunca será libre.
Sé de lo que les hablo. “No leo un coño” es mi frase preferida para tírasela a la cara a prepotentes intelectuales. Es mi modo de orinarme en ese clasismo intelectual que apesta.
No obstante, apreciadas, jamás le diría a una mujer que puede emanciparse y sanarse si ella no asume el reto de aprender a leer. A leer meticulosamente la vida, a escoger sus libros como si estuviera pretendiendo escoger el mejor orgasmo de su vida.
Mi cabeza, traicionera la mayoría de veces, olvida todo el tiempo los libros, las películas, los nombres; pero mi ser interior -eso que no puedo explicarles qué es o cómo funciona- recuerda muy bien cada cosa aprendida. ¿Cómo lo sé? Por matemática básica. En alguna parte el conocimiento debe hacer nido; no puede irse así no más porque no tiene a dónde irse una vez entra en tu memoria.
Las habilidades que he adquirido como una acróbata o maromista del aprender hablan de todo lo que yo he leído en alguna parte de mi ser. Me recuerda que ese conocimiento olvidado está dándome esa gasolina que necesito para enfrentar el sistema.
He aprendido a acercarme, a esculcar cabezas y aprender de ellas. He aprendido a leer sin esa angustia existencial que nos da a quienes olvidamos todo después de un tiempo. Vuelvo y leo si es necesario, consciente de que leo para volver a olvidar. Tengo la certeza de que el conocimiento me habita como un fantasma, me posee como un demonio, y el día preciso cuando la ira que me produce este sistema de mierda me deja atónita sale ese demonio bendito a expresarse sin citar autores, sin poses intelectuales, sin mayor elocuencia, simplemente se parafrasea a sí mismo y me salva la vida de este sistema que aborrezco y que mientras viva combatiré con todo lo que soy.
Soy una afortunada intelectualmente porque cada conocimiento será siempre algo nuevo para mí. Y sin importar cuantas veces me haya sido revelado, nunca tendré ese delirio de superioridad moral que tienen no pocos intelectuales de oficio y ese tufillo hipócrita de sabiduría incuestionable que cargan tantas personas porque creen que todo se lee en los libros. Soy afortunada.
Los libros son siempre una sombra de la realidad, es decir, una interpretación; una de tantas de las verdades. Los libros nos iluminan sí, nos dan ese algo, ese dónde, ese «no sé cómo» que necesitamos para sentir reafirmación y seguridad en el saber. No obstante, solo la capacidad de sentir y discernir es lo que te hará entender que no importa cuántas veces leas ni cómo leas, siempre serás presa de tu propia ignorancia.
Mar Candela –Ideóloga Feminismo Artesanal.