Tengo de católico lo que tengo de aficionado a la Fórmula 1. Ni bautizado soy. Profeso diferencias expresas hacia dicha fe y el repertorio de infamias históricas perpetradas en su nombre. Mantengo disensos con muchos de sus pilares doctrinarios: el bautismo infantil, su visión algo machista de la mujer-madre, el lugar al que esta se ve relegada dentro de su estructura jerárquica, su homofobia y la perversión de algunos de sus líderes. Me molesta su obstinación contra el control de natalidad en tiempos asolados por la superpoblación. Jamás, para qué negarlo, contemplaría convertirme a tal credo.
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De ahí que el arribo del máximo jerarca al frente de esta comunidad no me entusiasmara en principio, más allá de lo mucho que desde lo personal él me simpatiza. Incluso mientras contemplaba su desfile al tocar suelo bogotano me debatí preguntándome qué podría ser más grave para mi ciudad entre su carencia de vías o su exceso de folclorismo. Y sí. Indudable la mentalidad provinciana de nuestros medios a propósito de su presencia. Por ello suscribí la invitación de mi amigo Manuel Carreño en cuanto a repetir El embajador de la India y dimensionarla en todo su esplendor.
Pero aun así, debo admitirlo, encontré muy inspiradora aquella visita y sus reiterativos llamados en cuanto a ponerse del lado de los desfavorecidos, al ejercicio de la compasión y la empatía por el entorno vivo, y al perdón como una dinámica que dignifica, aunque los anticlericales me abominen. Por demás, admiro la fortaleza física de su santidad, en tanto encuentro mucho más exigente su agenda que la de los Rolling Stones –varios años menores que él– en gira. Incluso con la mitad de su edad, difícilmente podría yo cubrir sus innumerables tareas. No faltarán los escépticos, incapaces de encontrar asomos de bien en reducto alguno y dispuestos a inventarse motivos para sospechar. Que un “sucesor de san Pedro” aterrice por aquí siempre entrañará algo de proselitismo y cierta estrategia compleja para atraer masas. Pero al margen de fes o ateísmos, un papa que menciona la Patria Boba, distingue cachacos y paisas, habla del América e incita a los jóvenes al refajo no es cualquier papa. Dudo, por ejemplo, que Ratzinger hubiera despertado tamañas pasiones.
¿Que todo fue producto de un libreto y de una investigación encargada a expertos? ¡Obviamente! ¿No es eso lo aconsejable para generar cercanía y difundir una idea con eficacia? Esa sola intención convierte a Bergoglio en un comunicador contemporáneo, a la altura de los retos que implica este presente. El catolicismo va entendiendo la relevancia de transmitir sus consignas a través de la lógica del entretenimiento y de pensarse como un estamento actualizado. Y mientras unos lo hacen para reclutar militantes de Amway, y otros para la cienciología, Francisco emplea tales estrategias al servicio de la reflexión espiritual. Por demás, no le oí una sola palabra de discriminación hacia comunidad alguna. Solo un apego al gran fundamento cristiano: amarse unos a otros.
Y no sé ustedes, pero yo prefiero ver a veintidós mil jóvenes atendiendo una sugerencia como esa que contemplarlos borrachos bailando Despacito o marchando en favor de la guerra. Del todo valioso, pues, que ante el discurso de aplastamiento del otro, de egoísmo y de repulsión a la diferencia coreado por Trump, una figura como el gran Bergoglio contrarreste tanta infamia. Hasta el otro martes.