La primera película con la que lloré fue King Kong (la de 1933), cuando el gorila gigante se trepa al Empire State Building –en Manhattan- y le disparan unas avionetas. Qué tristeza sentí. Me era indiferente la mujer que llevaba en la mano, realmente no pensé en que, si se caía él, se moriría ella también. Más adelante lloré con el capítulo de los Simpsons en que Homero se come un pescado que puede resultar venenoso si no se corta de una manera específica, y como cree que se va a morir graba un vídeo con su grabadora en el que se despide de Bart, Lisa y Maggie. Cuando se dirige a Maggie comencé a llorar, otra vez muy triste. Me parecía brutalmente doloroso que fuera a crecer sin la presencia de su papá, así Homero sea tan bruto como una piedra. De ahí en adelante comencé a llorar con todas las películas tristes, y con las románticas cuando la pareja se da el beso definitivo en la boca. Y no por emoción, sino por el desconsuelo que me causaba no tener quién me besara con tanto amor.
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Después de haber salido del clóset y haber comenzado a comprender la batalla por los derechos humanos que libra la comunidad LGBTI, comencé a llorar con todas las películas sobre parejas del mismo género, sobre las de personas transgénero, sobre bisexuales y demás incomprendidos.
Luego, en lugar de llorar por las víctimas de las guerras y las infinitas infamias, lloré al ver cómo se organizaban las sociedades para combatir la injusticia. Como cuando se reunieron cientos de personas a protestar contra el actual presidente de mi país, Estados Unidos, cuando se negó a dejar entrar ciudadanos musulmanes de algunos países en específico.
Hasta ahí voy bien. Normal. Lo anormal fue cuando empecé a llorar por todos esos amantes a los que me comí, pero nunca me quisieron. Primero fue con el fotógrafo, nunca había llorado tanto, y fue tan grave que terminé adoptando una gata para darle otro rumbo a mi energía. Y luego la gata comenzó a sentarse en mis piernas a mirarme llorar. Jamás había llorado tanto. Dos años más tarde quedé embarazada y decidí abortar. Entonces lloré aún más. Y lloré tanto que decidí que ya conocía el verdadero dolor. Que ya comprendía lo que significa un verdadero motivo para llorar y decidí que de ese momento en adelante solo lloraría cuando verdaderamente valiera la pena… y entonces se murió mi mejor amigo, mi hermano del alma, mi todo.
Hi-jue-pu-ta. Ahora sí puedo asegurar que nunca, jamás en mi vida había sentido tanto dolor. Y que nunca, nunca, nunca había llorado tanto. Entonces –como lo expliqué hace un par de columnas- decidí dejar de fumar marihuana, y hoy –que escribo este texto- ya van 24 días sin trabarme. Me siento lúcida, ya no siento esa nube gris y espesa que me pesaba tanto. Y dejé de llorar. Llevo dos semanas sin hacerlo. A veces algo me recuerda a mi Mazuera y se me llenan los ojos de lágrimas, pero no se derraman. Algo está cambiando en mí. Hoy sí creo que sé por qué sí vale la pena llorar, y por qué no. Y me doy el lujo –descarado, cómo no- de decirles que no malgasten las lágrimas. Que no las regalen. Una cosa es llorar cuando matan a King Kong, o porque se muere la mamá, pero otra muy diferente es llorar porque el man de Tinder nunca volvió a llamar.
No desperdicien lágrimas. Guárdenlas, que les harán falta. Yo sé lo que les digo.