Amistad

“Alguien que se jacte de decir que tiene muchos amigos, que sus redes estallan de “amigos”, debe preocuparse. No son amigos reales”: Andrés ‘Pote’ Ríos

El que encuentra un amigo encuentra un tesoro, es el título de una película de los míticos y muy buenos Terence Hill y el finado Bud Spencer (¡qué buenas películas hicieron ese par de tipos!). Puede sonar a cliché, lo sé. Pero también es verdad que estamos en tiempos en que la amistad está subvalorada. Creemos que la encontramos a la vuelta de la esquina y es, como bien lo dice el título de la película en mención, un tesoro, algo escaso que se debe cuidar.

Durante la infancia y la adolescencia somos coleccionistas de amigos. Creemos que todo el que nos rodea es digno de nuestra confianza y generamos vínculos con todo el mundo. Al final la vida misma, el ímpetu de esas épocas de acné, rebeldía y falta de experiencia, nos lleva a estrellarnos una y otra vez con personas que, como lo dicta la ley de la vida misma, no van con el asunto de la lealtad y la claridad. O, como también es normal, están en lo mismo que nosotros, batiendo al aire la amistad para que se convierta en aire para todos. Amistad, acá, allá, a ti, a él, a ella, a todos; pero al final no hubo real amistad. Lo que se forja en esas edades son amigos de juego, de juerga, complicidades válidas que se las lleva el mismo viento y el tiempo. Con ello no quiero demeritar a esos verdaderos e inexpugnables humanos que forjaron lazos muy fuertes con otras personas desde que eran niños y mantuvieron la palabra amistad hasta estos tiempos. Existen, es bello ver eso, pero son casos escasos. Uno entre cien. Rarezas…

Lo sé, hay excepciones y usted, amable lector, me escribirá diciendo que usted mantiene a sus amigos de siempre y que estoy siendo muy fatalista. Lo respeto, pero insisto en que son la parte pequeña de la estadística. Por lo regular los amigos del barrio se pierden con el cambio de barrio; los del colegio, con el cambio de colegio, con el simple hecho de perder un grado y quedarse en décimo mientras que los otros ascendieron a once y tocó cambiar de amigos. Los del colegio muchas veces se desvanecen cuando llega la universidad. Y los de la universidad se diluyen cuando estamos en la vida laboral. Y ya en la vida laboral… ¡válgame Dios! Ahí es el desmadre de la amistad y llega el festival del acabar con el otro, del “amigo laboral”. Es carnicería canibalesca… Y es la ley de la vida, no tiene nada de malo.

Mientras que en la infancia y la adolescencia nos llenamos de amigos, en la adultez hay que depurarlos. Y con ello me refiero a los verdaderos amigos. Alguien que se jacte de decir que tiene muchos amigos, que sus redes estallan de “amigos”, debe preocuparse. No son amigos reales. La vida enseña que los verdaderos, esos que siempre están, que te soportan como eres, que aguantan y están en los momentos duros, que disfrutan las felicidades y las tristezas, que han sobrevivido a las peleas, a los desencantos, que saben cada rincón de nuestras vidas y que conocen cada palmo de nuestros ‘gadejos’ y viven como propias nuestras victorias y derrotas, son los elegidos a ostentar el título de amigo. Creo que los amigos reales no deben superar la cantidad de dedos que tenemos en una de nuestras manos. El resto es patota, gente buena, mala o regular que está ahí, pasa y sigue de largo en nuestras vidas. Unos se quedan, dejan cosas valiosas, otros se van por la puerta del desecho, dejan el peor de los recuerdos y se van de nuestras vidas.

Estoy en una etapa de mi vida en la que me he encargado de limpiar mi entorno. He sacado de mi vida la gente tóxica, la que no me aporta nada en muchos niveles y, debo confesarlo, he cobrado facturas viejas y los saco de mi círculo. No lo veo mal. Hay que hacer eso, incluso me lo han hecho a mí. La vida misma tiene suficientes líos para cargar con pesos ajenos y que lo ajeno mismo me desee más derrotas que victorias.

Hace poco estuve en Bogotá y tuve dos tertulias geniales con dos personas que están en mi ramillete de verdaderos amigos. Se llaman Javier y Nicolás. Con el primero tengo una amistad de hace más de 23 años. Hemos reído, peleado, nos hemos dejado de hablar, nos reconciliamos, nos apoyamos, nos aconsejamos, lloramos, sufrimos y mil cosas más que van de la mano del amor puro entre un amigo y otro. Con Javier sabemos que vamos a envejecer y que jamás nos dará pereza mantener en el corazón esta amistad, esta hermandad.

Con Nicolás no es necesario vernos o hablarnos a diario para saber que estamos ahí. Hace poco más de un año y medio que no nos veíamos, pero tras un nuevo encuentro todo queda saldado. Sostuvimos una tertulia de más de cuatro horas en la que repasamos nuestro presente, nos contamos penas y regocijos y nos reímos de cosas del pasado. Al final nos dimos un abrazo y quedó claro que en un año o no sé en cuánto, nos veremos y todo estará intacto. Porque somos amigos.

Son un par de ejemplos en mi vida. Hay más, afortunadamente. Ustedes, lectores de esta columna, tendrán cientos de casos. Dentro de la subjetividad que tiene un concepto como la amistad hay una ley clara: amigos pocos; es mejor, la gente va y viene. Eso sí, en esta era de redes, de tanto cibernetismo y chat, un amigo real, de esos escasos, es un tesoro, como bien lo dijeron Terence Hill y Bud Spencer.

Por Andrés ‘Pote’ Ríos / Twitter: @poterios

 

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