Opinión

Estatuas cautivas

A la derecha tengo una postal viva. La veo por mi ventanilla, en toda su monumentalidad. Voy volando en un avión de esos que recuerdan al Gravitrón. Miro el arcoíris que hoy la suerte nos regala. Minutos atrás terminó mi visita a los dominios de aquel pueblo escultor, milenario y extinto al que colonialistamente llamamos San Agustín.

‘San Agustín de Uyumbe’, como sería más justo decirle a la población que hoy aloja los tesoros confeccionados por estos antiguos, es un espacio mágico con gentes amables, apacibles y generosas, conscientes de la responsabilidad de resguardar ese legado puesto a su custodia por el destino. Piezas sagradas de piedra cuyo influjo sanador recomiendo a quien ande en pos de una experiencia espiritual.

Casi todos los agustinenses se saben sucesores de esa admirable cultura, de cuya grandeza aún hacen eco las muchas estatuas que –como poemas o acertijos cincelados sobre rocas sólidas– siguen resistiendo con su hermetismo de héroes, innumerables negligencias y lambonerías gubernamentales, rayones profanos de parejas cachondas, guaquerías y demás ataques y desconsideraciones locales y extranjeras.

Fue entre 1913 y 1914 cuando Konrad Theodor Preuss, etnógrafo alemán y responsable de diversas investigaciones y de textos basados en sus exploraciones dentro de Colombia, recogió treinta y cinco estatuas de la zona para luego –sin respetar los protocolos que ya entonces implicaba la realización de excavaciones entre arqueólogos y las restricciones de la ley vigente en el país– embalarlas por vía marina y sumarlas a la colección del Museo Etnológico de Berlín. Solo hasta 1992 David Dellenback, un norteamericano-agustinense de alma radicado en la región desde comienzos de los setenta, se dio al propósito de viajar a buscarlas e inventariarlas en donde aún yacen, arrumadas y expatriadas por más de un siglo, a la espera de regresar adonde sus sabios talladores dispusieron dejarlas para siempre, seguras… eternas… imponentes…

El arraigo de tantos amigos del pueblo escultor se manifestó hace no mucho con la oposición unánime al absurdo envío de algunas esculturas desde San Agustín hasta Bogotá para una supuesta exposición temporal, incluso contra las presiones de la entidad al frente de la salvaguardia de nuestro patrimonio arqueológico, a juzgar por su accionar más interesada en festejar el centenario del despojo que en este acto urgente de dignidad y justicia.

Diego Felipe Márquez Arango, abogado antioqueño radicado en Bogotá, ha venido adelantando un eficaz proceso judicial contra el Estado colombiano y las acciones diplomáticas necesarias para exigir el retorno de la estatuaria y el envío de una solicitud formal de repatriación a Berlín con soporte oficial. En tan indispensable objetivo le acompañan el ya mencionado David, Martha Gil (también abogada, esposa de este último y colaboradora en su libro Las estatuas del Pueblo Escultor, aparte de una muy combativa abanderada de la causa). Grandes defensores han sido sus vecinos del resguardo indígena yanacona, centinelas de aquello que entienden como propio. También agricultores, campesinos, guías turísticos, estudiantes, líderes comunitarios y demás luchadores comprometidos con un propósito que debería agrupar a Colombia por entero. Según Márquez confirmó hace menos de una semana, ya viene en avanzada la firma de un acuerdo entre las entidades nacionales del caso y los ‘repatriadores’, con miras a gestionar el anhelado retorno. Quieran los espíritus inmortales del viejo Pueblo Escultor que el compromiso oficial derive en hechos y que Alemania corresponda a la grandeza que de ella esperamos.

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