El disfraz y la pizza hawaiana son dos vicios que se deben abandonar a los ocho años de edad. Punto. El mundo no lo cree tan así; por eso en general, cuando uno siente que el mundo se está equivocando con uno, lo que en realidad ocurre es que uno se está equivocando con el mundo.
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Los futbolistas también han usado este recurso, el del disfraz, para celebrar: y es llamativo imaginar qué es lo que ocurre antes de que un jugador, en medio de su grito de gol, prepare toda una conjura para que el hecho de salir disfrazado sea una realidad. A ver me explico: es como si la celebración terminara siendo mucho más importante que el gol mismo. Es pensar que el objetivo del fútbol, que es hacer gol, pasó a un segundo plano sin que nos diéramos cuenta porque lo que viene después parece ser –para algunos futbolistas– mucho más divertido que meter la pelota en la red.
Y los imagino muy pendientes de saber dónde está ubicado el ayudante de campo para pasarles la máscara, antes que tener que estar aguzados para escapar del hombre que los marca con rudeza y que con su cara de maldad no necesita máscara. Pienso que se ponen de mal genio si no encuentran en la panorámica al encargado de llevar ese objeto, ese sombrero que los hará ser distintos. ¡Como si eso fuera importante! ¡No lo es! Pasa lo mismo cuando un equipo de fútbol cuadra coreografías ridículas: he visto mil veces a un compañero exultante, listo para felicitar al goleador con un abrazo espontáneo y el autor del tanto lo quita con los brazos porque primero va el bailecito. Una jartera todo.
Se hicieron famosos varios por cuenta de la práctica de ataviarse con algo para marcar diferencia: Sebastián ‘Chamagol’ González, cada vez que marcaba, salía corriendo y alguien le alcanzaba una réplica del gorro del Chavo del Ocho; o el malogrado Otilino Tenorio, que usaba una máscara similar a la del hombre araña para gritar sus anotaciones.
Pero el mejor de todos fue Jairo Castillo. Mentira, Castillo no tiene mérito; el que verdaderamente la sacó del estadio aquella noche de Copa Merconorte del año 2000 fue Sergio João, delantero brasileño del América y que había realizado una muy buena Copa Libertadores vistiendo los colores del Bolívar de la Paz tiempo atrás. El América visitó Bogotá para jugar contra Millonarios y cuando el partido agonizaba en la primera mitad, Castillo venció el arco de Rafael Escobar y salió corriendo a occidental para celebrar el gol. Pero antes buscó a su cómplice, a Sergio João. El brasileño se sacó de la entrepierna una máscara gigante de caucho en forma de tigre y se la dio a Castillo, que se la puso y empezó a bailar.
América esa noche jugó con 10 por culpa de João, incapaz de jugar fútbol y cargar una máscara de caucho en los testículos al tiempo.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.