Tengo 38 años. Hace 15 estoy dedicada al activismo por la defensa de los animales y desde entonces no he visto en Colombia el primer acto de justicia por un hecho de violencia contra un animal.
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Quizás, debido a la ineficiente ley que arrastramos, como un lastre, desde 1989, con su cúmulo de excepciones taurinas y galleras, competencias difusas y sanciones irrisorias.
Probablemente, también, por la inercia de los operadores de justicia e inspectores de Policía que les ha impedido activar, por ejemplo, la nueva ley 1774. Tal vez, porque no hemos llegado a percibir los daños a los animales como hechos graves. Sin duda, porque nos hemos habituado a la violencia a tal punto que nuestro umbral de tolerancia a la impunidad y la injusticia se ha tornado inalcanzable.
En cambio, he visto y sufrido la miseria de los animales sin tregua. Perros y gatos maltratados, tristes y famélicos en pueblos donde no llega el Estado y en ciudades capitales en las que impera la indolencia; gallos y bovinos torturados en municipios donde reina la violencia arrabalera de la incultura y de las élites; micos, tigrillos y tortugas traficados para financiar más delitos o adornar el repugnante gusto de potentados; jaguares desplazados por rutas de narcotráfico y un largo etcétera de infamias marcan las vidas de los animales, víctimas no contadas, con impunidad.
Solo ayer dos osos fueron masacrados en actos propios de paramilitares; su muerte, seguramente, también quedará impune.
Pese a todo esto, solo pienso en los beneficios que la paz podría traer para los animales: atención en medios de comunicación ya no copados por acciones guerrilleras y víctimas humanas del conflicto armado, liberación de recursos del Gobierno destinados a la guerra y nuevos escenarios de activismo en el posconflicto para plantear y desarrollar acciones de reparación que los incluyan.
Pero sobre todo, una nueva sintonía con la paz que podría bajar nuestro umbral de tolerancia a la violencia y permitirnos registrar, como inaceptables y dignos de acciones del Gobierno, el congreso y los estamentos del Estado, hechos de crueldad contra animales hoy aceptados o apenas percibidos como desafortunados. En otras palabras, hacernos más éticos y sensibles a cualquier tipo de violencia, intolerantes a ella y a la inacción del Gobierno, comprometidos en cuidar lo que tanto nos ha costado y capaces de ver en la crueldad, cualquiera sea su víctima, el rezago de un pasado oscuro al que por ningún motivo deberíamos permitirnos retornar.
Por supuesto, además de lo inmediato: la cesación de acciones violentas directas e indirectas contra animales en el marco de la guerra con las Farc.
No pecaré de incauta e ingenua creyendo que la aprobación del ‘Acuerdo final de paz’ traerá el fin de las violencias cotidianas contra animales que se suceden por doquier entodos los rincones de nuestro país. Pero sí estoy convencida de que su aprobación nos ayudará, a quienes luchamos por su defensa y protección, a ganar terreno y a situarnos de un mejor modo en la reivindicación de su derecho a los derechos.
Por lo tanto, animalistas, ahora la paz.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.